Otra costumbre de la tribu son los poetas. A un hombre se le
ocurre ordenar seis o siete palabras, por lo general enigmáticas. No puede
contenerse y las dice a gritos, de pie, en el centro de un círculo que forman,
tendidos en la tierra, los hechiceros y la plebe. Si el poema no excita, no
pasa nada; si las palabras del poeta los sobrecogen, todos se apartan de él, en
silencio, bajo el mandato de un horror sagrado (under a holy dread). Sienten
que lo ha tocado el espíritu; nadie hablará con él ni lo mirará, ni siquiera su
madre. Ya no es un hombre sino un dios y cualquiera puede matarlo. El poeta, si
puede, busca refugio en los arenales del Norte.
"De todo escritor puede decirse que deja dos obras: una, la escrita; otra, la imagen que queda de él", decía el propio Jorge Luis Borges.
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