Opinión
Hace treinta años, la muerte de María Soledad Morales en Catamarca despertó el poder dormido por décadas de prepotencia política, en un país que apenas se desperezaba del chaleco de fuerza y miedo de la última dictadura.
Corría 1990. El crimen de esa muchacha pobre, asesinada por los hijos del poder
local, desnudó la naturaleza política, o mejor su ausencia, de los feudos de
provincias en los que un mismo apellido familiar se perpetúa en el tiempo y en el
que se mezclan y confunden lo que en una república debiera vivir separado,
gobierno, jueces y legisladores.
La jovencita desapareció camino a una
fiesta. Su cuerpo mutilado, desfigurado, apareció junto al camino, como muestra
macabra de las múltiples violaciones.
El encubrimiento político para proteger
al principal sospechoso, Ángel Luque, hijo de un diputado nacional que vivía en
Buenos Aires y regresaba los fines de semana a Catamarca, ahijado del entonces
presidente de la Nación, Carlos Menem, sacó el crimen de las páginas policiales
y se convirtió en un escándalo político.
Menem debió intervenir la provincia. El
sacrificio de María Soledad, efectivamente, despertó un poder callado, el de
las mujeres, la de Ada, su madre, la de sus compañeras y la de la directora del
Colegio del Carmen, la monja Marta Pelloni , quien al ponerse al frente de las
estruendosas marchas del silencio contrarió la vieja tradición clerical de
esconder debajo de la alfombra los pecados de la Iglesia.
Hoy diríamos, mujeres “empoderadas”,
palabra burocrática, carente de poesía. Cuando aún no habíamos completado la
primera década de la restauración democrática, nos conmovimos con esa gesta de
mujeres.
Una manifestación portentosa que
reclamaba la verdad sobre el crimen y justicia para sus asesinos. Un silencio
que en democracia recogía la enseñanza de ese otro andar mudo, el de las madres
del pañuelo blanco. La muerte de María Soledad condensó antes que nadie la
situación de las muchachas pobres de provincia, doblemente vulnerables por su
condición de mujeres pobres, “las chinitas” en el peyorativo decir de las damas
de “la buena sociedad”, ya no sólo el patriciado provincial sino esa nueva
casta social, las dinastías políticas que con sus “ismos -” –clientelismo,
nepotismo, electoralismo- han configurado un poder feudal.
El periodismo de televisión estrenaba la
tecnología del “vivo” , la historia trasmitida en “directo” que introdujo en
los hogares de Buenos Aires las tonadas, los rostros y el vivir del interior,
tan ignorado en su cultura, sus paisajes y tan distorsionado por los
prejuicios. Nació, también, el temido poder de la imagen para poner luz en lo
que siempre fue oculto.
Una cámara de TN desbarató el primer
juicio a los acusados al mostrar la complicidad de los jueces. “Esto es
Macondo”, repetían mis colegas llegados desde la capital. A lo que respondía: “Chicos,
no se engañen, esto no es una ficción literaria, esto es Argentina”.
Una observación que el tiempo no tardó
en constatar: las centenas de Maria Soledad a lo largo y ancho del país ya no
tienen nombre propio, se nombran como fenómeno, los “femicidios”. El sacrificio
de María Soledad efectivamente fue una poderosa luz que mostró los dolores y
las vergüenzas que supimos construir a lo largo de nuestra historia
autoritaria.
El recuerdo de ese pasado nos increpa por
su repetición. Las chicas pobres de provincia son aún más pobres y lejos del
contagio democratizador de “la opulencia” de la Capital, las dinastías
familiares de provincias se han adueñado y empobrecido el país. Si hasta
aquellas palabras que en Catamarca me chocaban cuando mis entrevistados se
descalificaban unos a otros, ese es un “trolo”, ese es un “zurdo”, ese es un”
falopero”, hoy son normales en el decir público, sin que se haya incorporado el
intercambio de razones y argumentos, inherentes al respeto democrático.
Una repetición que a mí misma me
habilita para volver a usar la descripción de la Catamarca del crimen, que tomé
prestada de Eduardo Galeano para aplicarla a la Argentina del coronavirus: “La
ciudad vivía con el aliento cortado, el aire estaba amenazado por la
desconfianza, se hablaba en voz baja, las voces no coincidían con las caras”.
Ada, la madre de María Soledad murió.
Los acusados del crimen ya cumplieron su
condena. Las compañeras de María Soledad ya serán mujeres adultas. La monja Pelloni
a quien no pudo echar el poder político, el poder religioso trasladó a
Corrientes, donde siguió defendiendo otras causas escabrosas como es el tráfico
de bebes.
Al menos, hoy sabemos que la verdad en
Argentina sigue siendo peligrosa y la democracia una postergación de la
política. Tal vez, el único poder nacido del sacrificio de aquella jovencita,
asesinada treinta años atrás en la calurosa Catamarca es que hoy somos muchos
los que sabemos que una de las ventajas de la libertad de prensa es que pone
luz pública sobre lo que en Argentina ya es una cultura de ocultamiento,
mentira y la impunidad.
por Norma Morandini es periodista y ex senadora nacional.
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