Educación
La lectura del mundo precede a la lectura de la palabra, es decir que todos sabemos “leer” y tenemos por lo tanto un conocimiento del mundo.
Paulo Freire nos regala su discurso "La importancia del acto de leer"(1981), y con ello una mirada profunda de nuestra relación con el lenguaje.
Para el desaparecido pedagogo brasileño, el universo vocabular es el conjunto de palabras con la que los sujetos interpretan al mundo y contiene los temas y problemas que son significativos.
El considera que en una estructura de dominación, el lenguaje y la experiencia están alienados, las maneras de hablar y pensar el mundo constituyen un reflejo del pensamiento y del lenguaje propios de las sociedades dominantes.
Además afirma que no es posible aprender,
si los saberes están en contradicción con las experiencias personales.
Es, sobre todo, un proceso de
concientización de la gente, de su condición en una determinada sociedad; y
enseñarles sobre todo a apoderarse de la lectura y de la escritura como una
arma política de lucha en el proceso de democratización y ciudadanía, en contra
de la que él llama la cultura del silencio.
(Discurso de Paulo Freire)
La
importancia del acto de leer
(Rara ha sido la vez, a lo largo de tantos
años de práctica pedagógica, y por lo tanto política, en que me he permitido la
tarea de abrir, de inaugurar o de clausurar encuentros o congresos.
Acepté hacerlo ahora, pero de la manera
menos formal posible. Acepté venir aquí para hablar un poco de la importancia
del acto de leer).
Me parece indispensable, al tratar de
hablar de esa importancia, decir algo del momento mismo en que me preparaba
para estar aquí hoy; decir algo del proceso en que me inserté mientras iba
escribiendo este texto que ahora leo, proceso que implicaba una comprensión
crítica del acto de leer, que no se agota en la descodificación pura de la
palabra escrita o del lenguaje escrito, sino que se anticipa y se prolonga en
la inteligencia del mundo. La lectura del mundo precede a la lectura de la
palabra, de ahí que la posterior lectura de ésta no pueda prescindir de la
continuidad de la lectura de aquél. Lenguaje y realidad se vinculan
dinámicamente. La comprensión del texto a ser alcanzada por su lectura crítica
implica la percepción de relaciones entre el texto y el contexto. Al intentar
escribir sobre la importancia del acto de leer, me sentí llevado –y hasta con
gusto– a “releer” momentos de mi práctica, guardados en la memoria, desde las
experiencias más remotas de mi infancia, de mi adolescencia, de mi juventud, en
que la importancia del acto de leer se vino constituyendo en mí. Al ir
escribiendo este texto, iba yo “tomando distancia” de los diferentes momentos
en que el acto de leer se fue dando en mi experiencia existencial. Primero, la
“lectura” del mundo, del pequeño mundo en que me movía; después la lectura de
la palabra que no siempre, a lo largo de mi escolarización, fue la lectura de
la “palabra-mundo”. La vuelta a la infancia distante, buscando la comprensión
de mi acto de “leer” el mundo particular en que me movía –y hasta donde no me
está traicionando la memoria– me es absolutamente significativa. En este
esfuerzo al que me voy entregando, re-creo y re-vivo, en el texto que escribo,
la experiencia en el momento en que aún no leía la palabra. Me veo entonces en
la casa mediana en que nací en Recife, rodeada de árboles, algunos de ellos
como si fueran gente, tal era la intimidad entre nosotros; a su sombra jugaba y
en sus ramas más dóciles a mi altura me experimentaba en riesgos menores que me
preparaban para riesgos y aventuras mayores. La vieja casa, sus cuartos, su
corredor, su sótano, su terraza –el
lugar de las flores de mi madre–, la amplia quinta donde se hallaba, todo eso
fue mi primer mundo. En él gateé, balbuceé, me erguí, caminé, hablé. En verdad,
aquel mundo especial se me daba como el mundo de mi actividad perceptiva, y por
eso mismo como el mundo de mis primeras lecturas. Los “textos”, las “palabras”,
las “letras” de aquel contexto –en cuya percepción me probaba, y cuanto más lo
hacía, más aumentaba la capacidad de percibir– encarnaban una serie de cosas,
de objetos, de señales, cuya comprensión yo iba aprendiendo en mi trato con ellos,
en mis relaciones mis hermanos mayores y con mis padres. Los “textos”, las
“palabras”, las “letras” de aquel contexto se encarnaban en el canto de los
pájaros: el del sanbaçu, el del olka-pro-caminho-quemvem, del bem-te-vi, el del
sabiá; en la danza de las copas de los árboles sopladas por fuertes vientos que
anunciaban tempestades, truenos, relámpagos; las aguas de la lluvia jugando a
la geografía, inventando lagos, islas, ríos, arroyos. Los “textos”, las
“palabras”, las “letras” de aquel contexto se encarnaban también en el silbo
del viento, en las nubes del cielo, en sus colores, en sus movimientos; en el
color del follaje, en la forma de las hojas, en el aroma de las hojas –de las
rosas, de los jazmines–, en la densidad de los árboles, en la cáscara de las
frutas. En la tonalidad diferente de colores de una misma fruta en distintos
momentos: el verde del mango-espada hinchado, el amarillo verduzco del mismo
mango madurando, las pintas negras del mango ya más que maduro. La relación
entre esos colores, el desarrollo del fruto, su resistencia a nuestra
manipulación y su sabor. Fue en esa época, posiblemente, que yo, haciendo y
viendo hacer, aprendí la significación del acto de palpar. De aquel contexto
formaban parte además los animales: los gatos de la familia, su manera mañosa
de enroscarse en nuestras piernas, su maullido de súplica o de rabia; Joli, el
viejo perro negro de mi padre, su mal humor cada vez que uno de los gatos
incautamente se aproximaba demasiado al lugar donde estaba comiendo y que era suyo;
“estado de espíritu”, el de Joli en tales momentos, completamente diferente del
de cuando casi deportivamente perseguía, acorralaba y mataba a uno de los
zorros responsables de la desaparición de las gordas gallinas de mi abuela. De
aquel contexto –el del mi mundo inmediato– formaba parte, por otro lado, el
universo del lenguaje de los mayores, expresando sus creencias, sus gustos, sus
recelos, sus valores. Todo eso ligado a contextos más amplios que el del mi
mundo inmediato y cuya existencia yo no podía ni siquiera sospechar. En el
esfuerzo por retomar la infancia distante, a que ya he hecho referencia,
buscando la comprensión de mi acto de leer el mundo particular en que me movía,
permítanme repetirlo, re-creo, re-vivo, la experiencia vivida en el momento en
que todavía no leía la palabra. Y algo que me parece importante, en el contexto
general de que vengo hablando, emerge ahora insinuando su presencia en el
cuerpo general de estas reflexiones. Me refiero a mi miedo de las almas en pena
cuya presencia entre nosotros era permanente objeto de las conversaciones de
los mayores, en el tiempo de mi infancia. Las almas en pena necesitaban de la
oscuridad o la semioscuridad para aparecer, con las formas más diversas:
gimiendo el dolor de sus culpas, lanzando carcajadas burlonas, pidiendo
oraciones o indicando el escondite de ollas. Con todo, posiblemente hasta mis
siete años en el barrio de Recife en que nací iluminado por faroles que se
perfilaban con cierta dignidad por las calles. Faroles elegantes que, al caer
la noche, se “daban” a la vara mágica de quienes los encendían. Yo acostumbraba
acompañar, desde el portón de mi casa, de lejos, la figura flaca del “farolero”
de mi calle, que venía viniendo, andar cadencioso, vara iluminadora al hombro,
de farol en farol, dando luz a la calle. Una luz precaria, más precaria que la
que teníamos dentro de la casa. Una luz mucho más tomada por las sombras que
iluminadora de ellas. No había mejor clima para travesuras de las alma que
aquél. Me acuerdo de las noches en que, envuelto en mi propio miedo, esperaba
que el tiempo pasara, que la noche se fuera, que la madrugada semiclareada
fuera llegando, trayendo con ella el canto de los pajarillos “amanecedores”.
Mis temores nocturnos terminaron por aguzarme, en las mañanas abiertas, la
percepción de un sinnúmero de ruidos que se perdía en la claridad y en la
algaraza de los días y resultaban misteriosamente subrayados en el silencio
profundo de las noches. Pero en la medida en que fui penetrando en la intimidad
de mi mundo, en que lo percibía mejor y lo “entendía” en la lectura que de él
iba haciendo, mis temores iban disminuyendo. Pero, es importante decirlo, la
“lectura” de mi mundo, que siempre fundamental para mí, no hizo de mí sino un
niño anticipado en hombre, un racionalista de pantalón corto. La curiosidad del
niño no se iba a distorsionar por el simple hecho de ser ejercida, en lo cual
fui más ayudado que estorbado por mis padres. Y fue con ellos, precisamente, en
cierto momento de esa rica experiencia de comprensión de mi mundo inmediato,
sin que esa comprensión significara animadversión por lo que tenía
encantadoramente misterioso, que comencé a ser introducido en la lectura de la
palabra. El desciframiento de la palabra fluía naturalmente de la “lectura” del
mundo particular. No era algo que se estuviera dando supuesto a él. Fui
alfabetizado en el suelo de la quinta de mi casa, a la sombra de los mangos,
con palabras de mi mundo y no del mundo mayor de mis padres. El suelo mi
pizarrón y las ramitas fueron mis tizas. Es por eso por lo que, al llegar a la
escuelita particular de Eunice Vasconcelos, cuya desaparición reciente me hirió
y me dolió, y a quien rindo ahora un homenaje sentido, ya estaba alfabetizado.
Eunice continúo y profundizó el trabajo de mis padres. Con ella, la lectura de
la palabra, de la frase, de la oración, jamás significó una ruptura con la
“lectura” del mundo. Con ella, la lectura de la palabra fue la lectura de la
“palabra-mundo”. Hace poco tiempo, con
profundo emoción, visité la casa donde nací. Pisé el mismo suelo en que me
erguí, anduve, corrí, hablé y aprendí a leer. El mismo mundo, el primer mundo
que se dio a mi comprensión por la “lectura” que de él fui haciendo. Allí
reecontré algunos de los árboles de mi infancia. Los reconocí sin dificultad.
Casi abracé los gruesos troncos –aquellos jóvenes troncos de mi infancia.
Entonces, una nostalgia que suelo llamar mansa o bien educada, saliendo del
suelo, de los árboles, de la casa, me envolvió cuidadosamente. Dejé la casa
contento, con la alegría de quien reencuentra personas queridas. Continuando en
ese esfuerzo de “releer” momentos fundamentales de experiencias de mi infancia,
de mi adolescencia, de mi juventud, en que la comprensión crítica de la
importancia del acto de leer se fue constituyendo en mí a través de su
práctica, retomo el tiempo en que, como alumno del llamado curso secundario, me
ejercité en la percepción crítica de los textos que leía en clase, con la
colaboración, que hasta hoy recuerdo, de mi entonces profesor de lengua portuguesa.
No eran, sin embargo, aquellos momentos puros ejercicios de los que resultase
un simple darnos cuenta de la existencia de una página escrita delante de
nosotros que debía ser cadenciada, mecánica y fastidiosamente “deletrada” en
lugar de realmente leída. No eran aquellos momentos “lecciones de lectura” en
el sentido tradicional esa expresión. Eran momentos en que los textos se
ofrecían a nuestra búsqueda inquieta, incluyendo la del entonces joven profesor
José Pessoa. Algún tiempo después, como profesor también de portugués, en mis
veinte años, viví intensamente la importancia del acto de leer y de escribir,
en el fondo imposibles de dicotomizar, con alumnos de los primeros años del
entonces llamado curso secundario. La conjugación, la sintaxis de concordancia,
el problema de la contradicción, la enciclisis pronominal, yo no reducía nada
de eso a tabletas de conocimientos que los estudiantes debían engullir. Todo
eso, por el contrario, se proponía a la curiosidad de los alumnos de manera
dinámica y viva, en el cuerpo mismo de textos, ya de autores que estudiábamos,
ya de ellos mismos, como objetos a desvelar y no como algo parado cuyo perfil
yo describiese. Los alumnos no tenían que memorizar mecánicamente la
descripción del objeto, sino aprender su significación profunda. Sólo
aprendiéndola serían capaces de saber, por eso, de memorizarla, de fijarla. La
memorización mecánica de la descripción del objeto no se constituye en
conocimiento del objeto. Por eso es que la lectura de un texto, tomado como
pura descripción de un objeto y hecha en el sentido de memorizarla, ni es real
lectura ni resulta de ella, por lo tanto, el conocimiento de que habla el
texto. Creo que mucho de nuestra insistencia, en cuanto profesores y
profesoras, en que los estudiantes “lean”, en un semestre, un sinnúmero de
capítulos de libros, reside en la comprensión errónea que a veces tenemos del
acto de leer. En mis andanzas por el mundo, no fueron pocas las veces en que
los jóvenes estudiantes me hablaron de su lucha con extensas bibliografías que
eran mucho más para ser “devoradas” que para ser leídas o estudiadas.
Verdaderas “lecciones de lectura” en el sentido más tradicional de esta
expresión, a que se hallaban sometidos en nombre de su formación científica y
de las que debían rendir cuenta a través del famoso control de lectura. En
algunas ocasiones llegué incluso a ver, en relaciones bibliográficas,
indicaciones sobre las páginas de este o aquel capítulo de tal o cual libro que
debían leer: “De la página 15 a la 37”. La insistencia en la cantidad de
lecturas sin el adentramiento debido en los textos a ser comprendidos, y no
mecánicamente memorizados, revela una visión mágica de la palabra escrita.
Visión que es urgente superar. La misma, aunque encarnada desde otro ángulo,
que se encuentra, por ejemplo, en quien escribe, cuando identifica la posible
calidad o falta de calidad de su trabajo con la cantidad páginas escritas. Sin
embargo, uno de los documentos filosóficos más importantes que disponemos, las
Tesis sobre Feuerbach de Marx, ocupan apenas dos páginas y media... Parece
importante, sin embargo, para evitar una comprensión errónea de lo que estoy
afirmando, subrayar que mi crítica al hacer mágica la palabra no significa, de
manera alguna, una posición poco responsable de mi parte con relación a la
necesidad que tenemos educadores y educandos de leer, siempre y seriamente, de
leer los clásicos en tal o cual campo del saber, de adentrarnos en los textos,
de crear una disciplina intelectual, sin la cual es posible nuestra práctica en
cuanto profesores o estudiantes. Todavía dentro del momento bastante rico de mi
experiencia como profesor de lengua portuguesa, recuerdo, tan vivamente como si
fuese de ahora y no de un ayer ya remoto, las veces en que me demoraba en el
análisis de un texto de Gilberto Freyre, de Lins do Rego, de Graciliano Ramos,
de Jorge Amado. Textos que yo llevaba de mi casa y que iba leyendo con los
estudiantes, subrayando aspectos de su sintaxis estrechamiento ligados, con el
buen gusto de su lenguaje. A aquellos análisis añadía comentarios sobre las
necesarias diferencias entre el portugués de Portugal y el portugués de Brasil.
Vengo tratando de dejar claro, en este trabajo en torno a la importancia del
acto de leer –y no es demasiado repetirlo ahora–, que mi esfuerzo fundamental
viene siendo el de explicar cómo, en mí, se ha venido destacando esa
importancia. Es como si estuviera haciendo la “arqueología” de mi comprensión
del complejo acto de leer, a lo largo de mi experiencia existencial. De ahí que
haya hablado de momentos de mi infancia, de mi adolescencia, de los comienzos
de mi juventud, y termine ahora reviendo, en rasgos generales, algunos de los
aspectos centrales de la proposición que hice hace algunos años en el campo de
la alfabetización de adultos. Inicialmente me parece interesante reafirmar que
siempre vi la alfabetización de adultos como un acto político y como un acto de
conocimiento, y por eso mismo un acto creador. Para mí sería imposible de
comprometerme en un trabajo de memorización mecánica de ba-be-bi-bo-bu, de
la-le-li-lo-lu. De ahí que tampoco pudiera reducir la alfabetización a la pura
enseñanza de la palabra, de las sílabas o de las letras. Enseñanza en cuyo
proceso el alfabetizador iría “llenando” con sus palabras las cabezas
supuestamente “vacías” de los alfabetizandos. Por el contrario, en cuanto acto
de conocimiento y acto creador, el proceso de la alfabetización tiene, en el
alfabetizando, su sujeto. El hecho de que éste necesite de la ayuda del
educador, como ocurre en cualquier acción pedagógica, no significa que la ayuda
del educador deba anular su creatividad y su responsabilidad en la creación de
su lenguaje escrito y en la lectura de su lenguaje. En realidad, tanto el
alfabetizador como el alfabetizando, al tomar, por ejemplo, un objeto, como lo
hago ahora con el que tengo entre los dedos, sienten el objeto, perciben el
objeto sentido y son capaces de expresar verbalmente el objeto sentido y
percibido. Como yo, el analfabeto es capaz de sentir la pluma, de percibir la
pluma, de decir la pluma. Yo, sin embargo, soy capaz de no sólo sentir la
pluma, sino además de escribir pluma y, en consecuencia, leer pluma. La
alfabetización es la creación o el montaje de la expresión escrita de la
expresión oral. Ese montaje no lo puede hacer el educador para los educandos, o
sobre ellos. Ahí tiene él un momento de su tarea creadora. Me parece
innecesario extenderme más, aquí y ahora, sobre lo que he desarrollado, en
diferentes momentos, a propósito de la complejidad de este proceso. A un punto,
sin embargo, aludido varias veces en este texto, me gustaría volver, por la
significación que tiene para la comprensión crítica del acto de leer y, por
consiguiente, para la propuesta de alfabetización a que me he consagrado. Me
refiero a que la lectura del mundo precede siempre a la lectura de la palabra y
la lectura de ésta implica la continuidad de la lectura de aquél. En la
propuesta a que hacía referencia hace poco, este movimiento del mundo a la
palabra y de la palabra al mundo está siempre presente. Movimiento en que la
palabra dicha fluye del mundo mismo a través de la lectura que de él hacemos.
De alguna manera, sin embargo, podemos ir más lejos y decir que la lectura de
la palabra no es sólo precedida por la lectura del mundo sino por cierta forma
de “escribirlo” o de “rescribirlo”, es decir de transformarlo a través de
nuestra práctica consciente. Este movimiento dinámico es uno de los aspectos
centrales, para mí, del proceso de alfabetización. De ahí que siempre haya
insistido en que las palabras con que organizar el programa de alfabetización
debían provenir del universo vocabular de los grupos populares, expresando su
verdadero lenguaje, sus anhelos, sus inquietudes, sus reivindicaciones, sus
sueños. Debían venir cargadas de la significación de su experiencia existencial
y no de la experiencia del educador. La investigación de lo que llamaba el
universo vocabular nos daba así las palabras del Pueblo, grávidas de mundo. Nos
llegaban a través de la lectura del mundo que hacían los grupos populares. Después
volvían a ellos, insertas en lo que llamaba y llamo codificaciones, que son
representaciones de la realidad. La palabra ladrillo, por ejemplo, se
insertaría en una representación pictórica, la de un grupo de albañiles, por
ejemplo, construyendo una casa. Pero, antes de la devolución, en forma escrita,
de la palabra oral de los grupos populares, a ellos, para el proceso de su
aprehensión y no de su memorización mecánica, solíamos desafiar a los
alfabetizandos con un conjunto de situaciones codificadas de cuya
descodificación o “lectura” resultaba la percepción crítica de lo que es la
cultura, por la comprensión de la práctica o del trabajo humano, transformador
del mundo, En el fondo, ese conjunto de representaciones de situaciones
concretas posibilitaba a los grupos populares una “lectura” de la “lectura”
anterior del mundo, antes de la lectura de la palabra. Esta “lectura” más
crítica de la “lectura” anterior menos crítica del mundo permitía a los grupos
populares, a veces en posición fatalista frente a las injusticias, una
comprensión diferente de su indigencia. Es en este sentido que la lectura
crítica de la realidad, dándose en un proceso de alfabetización o no, y
asociada sobre todo a ciertas prácticas claramente políticas de movilización y
de organización, puede constituirse en un instrumento para lo que Gramsci
llamaría acción contrahegemónica. Concluyendo estas reflexiones en torno a la
importancia del acto de leer, que implica siempre percepción crítica,
interpretación y “reescritura” de lo leído, quisiera decir que, después de
vacilar un poco, resolví adoptar el procedimiento que he utilizado en el
tratamiento del tema, en consonancia con mi forma de ser y con lo que puedo
hacer. Finalmente, quiero felicitar a quienes idearon y organizaron este congreso.
Nunca, posiblemente, hemos necesitado tanto de encuentros como éste, como
ahora.
12 de noviembre de 1981
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