Cuando Kurt Guillermo Wilckens pisó el muelle del puerto de Buenos Aires, en un fondín donde entró a tomar agua, un indio estaba borracho. El indio decía ser del río Paraguay, sin mención alguna de país, y esto es lo que llamó la atención del recién llegado. El indio, color del agua barrienta del puerto, contaba un relato con palabras simples, pero con la lengua a manera de un resorte mecánico, evitando el efecto de las sacudidas bruscas de la melancolía. Si a uno lo matan mientras está soñando, el sueño sigue vivo, independiente del muerto. Decía. Wilckens interpretó que éste era el contenido de la leyenda que narraba el indio.
Caminó con su baúl al
hombro mucho tiempo por calles sombrías, atestadas de asesinos de los docks. Cuando ya no pudo más, se durmió dentro de un caño
de cemento de una obra de cloacas en construcción. Pero no tuvo un sueño para
dormirse, y esto le dejó preocupado.
Unos días después fue
detenido por la policía de Orden Social, golpeado, e iniciado el
prontuario con informes transmitidos por telégrafo
desde el extranjero. Lo que allí se advertía es que el anarquista Kurt Wilckens era un alemán desertor de la
guerra mundial, aunque el acusado afirmaba que eran los hombres los que habían desertado a la humanidad. Huyó.
Entraba a los Estados Unidos con documentación falsa, se
incorporaba a la I.W.W. trabajando en minas pero al ser descubierto, y
mientras era conducido en un convoy ferroviario con otros
mineros sindicalistas hacia una Penitenciaría Federal, inutilizó
a uno de los guardianes en una curva de la marcha del convoy y
se arrojó al vacío. Ordenada su búsqueda en todas las estaciones de hierro, no
pudo ser hallado. Entre tanto, comía raíces de las plantas. No fumaba ni bebía.
Según la policía norteamericana, un vegetariano por fanatismo; según sus amigos
anarquistas, por hambre.
Cuando el sindicato
de los lavadores de automóviles de
Buenos Aires le consiguiera un trabajo a
jornal -tan mísero no obstante que tampoco alcanzaba para completar la
dieta- sintió que regresaba a la humanidad.
Así que, separando incluso una parte de las verduras
afortunadas, las llevaba a los presos políticos cada fin
de semana. Con la esperanza de viajar a Rusia y plantar un árbol junto a la tumba de León Tolstoi, durante años se debatió en encontrar la especie
apropiada, pero cuando ya creía tenerla, cambiaba de elección.
Alquiló una pieza en la
calle Sarandí junto a otros dos partidarios del anarquismo; aunque entraron de
noche para que los vecinos no
advirtiesen la carencia de cualquier mueble. Unas cuantas mantas gastadas les
evitarían dormir en el suelo, y con tablas de fardos del diario
La Protesta improvisaron la mesa. Por las noches, la pieza era una asamblea de a tres, con el
tema que venía a ser repetido pero al parecer inagotable, que a la libertad y
la justicia no se llega más que por la justicia y la libertad.
Podía ser que en lo más
arduo del debate Wilckens acomodara la única planta junto a la ventana, y le soplara a las hojas su
calor. Las hojas de la planta que él había traído parecían agradecerle el vapor del aliento.
Cuando sucedió el
fusilamiento de mil trabajadores en la Patagonia -
incluyendo al corresponsal de La Protesta en Río Gallegos-, aún estaba sin
encontrar la variedad del árbol que se había propuesto llevar hasta la tumba
de Tolstoi. Los tres habitantes de la
calle Sarandí se sumaron a las marchas contra el
terror de los latifundistas, pero el alemán conseguía no ser notado en los actos junto a sus dos amigos, uno
el español Diego Abad de Santillán; el otro italiano, Enrico Arrigoni. Estos no
se daban por enterados, o si ocurría pensaban que Kurt se escabullía por
casualidad.
Un orador dijo sobre la
tribuna el nombre del responsable para la
orden de fusilamiento de los obreros patagónicos. Y los
hombres con trajes gastados, la mayoría de ellos sin otra patria que los
locales obreros recién fundados, pronunciaban por separado las letras de cada
sílaba, las sílabas de cada palabra y luego la palabra entera: v, a - va; r, e - re; l, a - la. Varela.
El odio a la palabra se
había convertido en la suerte de todas las vidas que quedaban y las por venir.
Wilckens convenció a uno de los tres habitantes de la
pieza, el español anarcosindicalista redactor de
La Protesta, para que viajara a estudiar
medicina a Berlín, sin que olvidase enviarle
libros y opúsculos de orientación tolstoiana, sobre todo la conferencia
de Rocker en el congreso de obreros
metalúrgicos de Düsseldorf: no más guerras, abajo las guerras, pero también los martillos y herramientas que
producen las armas de las guerras. Tampoco el español se dio cuenta de la trama
que imaginaba Wilckens inaugurada con su
propio envío a Berlín.
El
otro habitante de la calle Sarandí el italiano exilado Arrigoni,
anarcosindicalista, fue convencido ahora por Wilckens para esconderse en un
barco petrolero y llegar a los Estados Unidos. El viaje fue increíble.
El alemán quedó solo, y
ése era su propósito, quedarse
solo.
En Berlín el español se
vinculó al anarquismo alemán, se enamoró de una anarquista
alemana y fue a vivir a las afueras, a una casita donde podían plantar verduras
y ver el crecimiento de un ciruelo. Envió los libros
pedidos a la calle Sarandí y, con ellos, la descripción entusiasta del árbol
florecido. Cuando Wilckens leyó la carta, rendido de cansancio esa noche del
jueves, soñó con el árbol de las ciruelas
después de haber la nieve dejado en la primavera la tierra grávida. Era el
árbol que buscaba. Dejó la pieza de la calle Sarandí al día siguiente y
tampoco los otros anarquistas le vieron
más. En las calles, los que conservaban los sentimientos abiertos como un zaguán pero con la puerta
de cancel cerrando el patio,
reclamaban de sí al pasado la justicia, el nacimiento de un vindicador
verde terrible y un cielo de piedras
cayendo en la última letra de la palabra Varela. Eran
seres que hacían procesiones sin candelas, asistían a misas sin cristos, brotaban en llagas de dolor sobre las que
echaban sal del mar, cumplían la mitad del tiempo de su edad sin haber andado
de infancia o adolescencia, quitaban las polillas a la última ropa apolillada,
se desarenaban entrando a las olas arremangados hasta las rodillas para pronunciar la palabra, Varela, porque
algo fermentaba en las calles sin que apareciese íntegramente
al final de las reacciones químicas
la transformación, algo en el mundo se había vuelto de fierro, y el pan ázimo
cortado en figura circular más pequeña que la
hostia para comunión de los legos parecía la comida ritual antes de que alguien cometiera un acto. Varela.
Nadie sabía ya del paradero de Wilckens, esto es, para hacer un acto él se había
programado quedar solo, sin comprometer a nadie.
En
el enero sofocante de 1923 por la mañana, Wilckens arrojó una bomba contra el
teniente coronel Varela que salía de su domicilio
en la calle Fitz Roy. Pero en el acto de arrojar la bomba, Kurt se distrajo creyendo ver la figura del indio que había
conocido al llegar al puerto. Cuando el artefacto cayó, una niña salía a su vez
de un portal. El no dudó, saltando hacia el sitio de la niña y
protegiéndola con el cuerpo. El estruendo, el
humo y las esquirlas, se le aparecieron como imágenes
fotográficas consecutivas,
productoras de la ilusión
de un cuadro cuyas figuras se mueven. Sus piernas quedaron sangrantes de
esquirlas y el militar de los fusilamientos, aturdido y herido. Kurt sacó el revólver Colt, se arrastró hacia el militar y
terminó con su vida.
Los diarios de Buenos Aires
publicaron fotografías del penoso moblaje de la calle Sarandí. Wilckens mal
herido y mal atendido, fue llevado a la enfermería de la Penitenciaría
Nacional, en la calle Las Heras. Desde su celda
escribió al amigo español de Berlín
reclamando otros libros tolstoianos, pero sus heridas no sanaban.
En
la celda, frente a él, tenía una puerta de hierro con una mirilla. Trataba de
concentrarse en un sueño antes de dormirse sin dejar de mirar esa mirilla. No sabía por qué pero
se imaginaba su vida sentada a la mirilla. A veces dejaba de sentir los pies,
entonces lo tranquilizaba tener ya el árbol de ciruelas elegido. Comía un
bizcocho de pasta dura. Tragaba un plato compuesto
de un líquido que alguna vez viera ante sí una zanahoria y una cebolla. Tuvo
una pesadilla, que el árbol perdía toda la humedad, que un viento abrasador le
exhalaba el agua contenida en la savia, y se despertó transpirado,
completamente. Pero al día siguiente soñó que el ciruelo volvía con la
vegetación, y él le calentaba las hojas con el aliento.
El anarquista Horacio
Badaraco, preso en la celda contigua, le envió el mensaje en morse tras el muro: "Introdujeron entre los
guardiacárceles a un rompehuelgas levemente herido en los conflictos del Sur. Intentarán matarte en las próximas
horas." Wilckens tomó allí mismo la decisión de no dejar de soñar. Si a uno lo matan mientras está
soñando, el sueño sigue vivo.
Veía al ciruelo entero, de
seis a siete metros de alto, con
ramos mochos
y flores blancas. Pero sin frutos. Una noche que la mirilla se abrió y por el
agujero entró un caño de escopeta apuntando directo hacia su frente, se sonrió.
Ni siquiera intentó mover la cabeza, porque venían del agujero del caño
multitud de ciruelas enormes, gordas y frescas vistiendo finalmente al árbol de
frutas.
Una
huelga general espontánea fue la respuesta
al asesinato de Kurt Wilckens ese día helado del
16 de junio de 1923. El asesino Pérez Millán no podía ser encerrado en una
penitenciaría abarrotada de anarquistas. Tampoco era posible un proceso
judicial a riesgo de filtrarse la autoría intelectual del crimen. Se lo haría
pasar por loco y como tal enterrado en el Hospicio de las Mercedes para alienados. Pero allí estaba el joven interno
yugoslavo Lucich sufriendo de delirio persecutorio, especialmente de los médicos. Cuando se enteró que el matador de Wilckens
compartía el hospicio, pidió a sus amigos anarquistas de afuera un revólver.
Estos lo introdujeron con el relato del sueño de Kurt, que
Lucich contó uno a uno a los internos. Una noche, Lucich disparó sobre el
falso loco y lo mató. Cuando aterrados
por la explosión los dementes del pabellón
abrieron ojos como de rebanadas de huevos,
dijeron estar inundados de frutos morados, que
veían los carozos sublevarse en los pasadores de las puertas,
el hollejo cayendo de las molduras de los cielo
rasos de estuco, la pulpa atascada entre vanos de ventanales y que, brotando
desde las juntas de las baldosas, se elevaba el tallo de un árbol.^
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