EL SUEñO DE LAS CIRUELAS Por Eduardo Rosenzvaig


 

 

 

 Cuando Kurt Guillermo Wilckens pisó el muelle del puerto de Buenos Aires, en un fondín donde entró a tomar agua, un indio estaba borracho. El indio decía ser del río Paraguay, sin mención alguna de país, y esto es lo que llamó la atención del recién llegado. El indio, color del agua barrienta del puerto, contaba un relato con palabras simples, pero con la lengua a manera de un resorte mecánico, evitando el efecto de las sacudidas bruscas de la melancolía. Si a uno lo matan mientras está soñando, el sueño sigue vivo, independiente del muerto. Decía. Wilckens interpretó que éste era el contenido de la leyenda que narraba el indio.

Caminó con su baúl al hombro mucho tiempo por calles sombrías, atestadas de asesinos de los docks. Cuando ya no pudo más, se durmió dentro de un caño de cemento de una obra de cloacas en construcción. Pero no tuvo un sueño para dormirse, y esto le dejó preocupado.

Unos días después fue detenido por la policía de Orden Social, golpeado, e iniciado el prontuario con informes transmitidos por telégrafo desde el extranjero. Lo que allí se advertía es que el anarquista Kurt Wilckens era un alemán desertor de la guerra mundial, aunque el acusado afirmaba que eran los hombres los que habían desertado a la humanidad. Huyó. Entraba a los Estados Unidos con documentación falsa, se incorporaba a la I.W.W. trabajando en minas pero al ser descubierto, y mientras era conducido en un convoy ferroviario con otros mineros sindicalistas hacia una Penitenciaría Federal, inutilizó a uno de los guardianes en una curva de la marcha del convoy y se arrojó al vacío. Ordenada su búsqueda en todas las estaciones de hierro, no pudo ser hallado. Entre tanto, comía raíces de las plantas. No fumaba ni bebía. Según la policía norteamericana, un vegetariano por fanatismo; según sus amigos anarquistas, por hambre.

Cuando el sindicato de los lavadores de automóviles de Buenos Aires le consiguiera un trabajo a jornal -tan mísero no obstante que tampoco alcanzaba para completar la dieta- sintió que regresaba a la humanidad. Así que, separando incluso una parte de las verduras afortunadas, las llevaba a los presos políticos cada fin de semana. Con la esperanza de viajar a Rusia y plantar un árbol junto a la tumba de León Tolstoi, durante años se debatió en encontrar la especie apropiada, pero cuando ya creía tenerla, cambiaba de elección.

Alquiló una pieza en la calle Sarandí junto a otros dos partidarios del anarquismo; aunque entraron de noche para que los vecinos no advirtiesen la carencia de cualquier mueble. Unas cuantas mantas gastadas les evitarían dormir en el suelo, y con tablas de fardos del diario La Protesta improvisaron la mesa. Por las noches, la pieza era una asamblea de a tres, con el tema que venía a ser repetido pero al parecer inagotable, que a la libertad y la justicia no se llega más que por la justicia y la libertad.

Podía ser que en lo más arduo del debate Wilckens acomodara la única planta junto a la ventana, y le soplara a las hojas su calor. Las hojas de la planta que él había traído parecían agradecerle el vapor del aliento.

Cuando sucedió el fusilamiento de mil trabajadores en la Patagonia - incluyendo al corresponsal de La Protesta en Río Gallegos-, aún estaba sin encontrar la variedad del árbol que se había propuesto llevar hasta la tumba de Tolstoi. Los tres habitantes de la calle Sarandí se sumaron a las marchas contra el terror de los latifundistas, pero el alemán conseguía no ser notado en los actos junto a sus dos amigos, uno el español Diego Abad de Santillán; el otro italiano, Enrico Arrigoni. Estos no se daban por enterados, o si ocurría pensaban que Kurt se escabullía por casualidad.

Un orador dijo sobre la tribuna el nombre del responsable para la orden de fusilamiento de los obreros patagónicos. Y los hombres con trajes gastados, la mayoría de ellos sin otra patria que los locales obreros recién fundados, pronunciaban por separado las letras de cada sílaba, las sílabas de cada palabra y luego la palabra entera: v, a - va; r, e - re; l, a - la. Varela.

El odio a la palabra se había convertido en la suerte de todas las vidas que quedaban y las por venir. Wilckens convenció a uno de los tres habitantes de la pieza, el español anarcosindicalista redactor de La Protesta, para que viajara a estudiar medicina a Berlín, sin que olvidase enviarle libros y opúsculos de orientación tolstoiana, sobre todo la conferencia de Rocker en el congreso de obreros metalúrgicos de Düsseldorf: no más guerras, abajo las guerras, pero también los martillos y herramientas que producen las armas de las guerras. Tampoco el español se dio cuenta de la trama que imaginaba Wilckens inaugurada con su propio envío a Berlín.

El otro habitante de la calle Sarandí el italiano exilado Arrigoni, anarcosindicalista, fue convencido ahora por Wilckens para esconderse en un barco petrolero y llegar a los Estados Unidos. El viaje fue increíble.

El alemán quedó solo, y ése era su propósito, quedarse solo.

En Berlín el español se vinculó al anarquismo alemán, se enamoró de una anarquista alemana y fue a vivir a las afueras, a una casita donde podían plantar verduras y ver el crecimiento de un ciruelo. Envió los libros pedidos a la calle Sarandí y, con ellos, la descripción entusiasta del árbol florecido. Cuando Wilckens leyó la carta, rendido de cansancio esa noche del jueves, soñó con el árbol de las ciruelas después de haber la nieve dejado en la primavera la tierra grávida. Era el árbol que buscaba. Dejó la pieza de la calle Sarandí al día siguiente y tampoco los otros anarquistas le vieron más. En las calles, los que conservaban los sentimientos abiertos como un zaguán pero con la puerta de cancel cerrando el patio, reclamaban de sí al pasado la justicia, el nacimiento de un vindicador verde terrible y un cielo de piedras cayendo en la última letra de la palabra Varela. Eran seres que hacían procesiones sin candelas, asistían a misas sin cristos, brotaban en llagas de dolor sobre las que echaban sal del mar, cumplían la mitad del tiempo de su edad sin haber andado de infancia o adolescencia, quitaban las polillas a la última ropa apolillada, se desarenaban entrando a las olas arremangados hasta las rodillas para pronunciar la palabra, Varela, porque algo fermentaba en las calles sin que apareciese íntegramente al final de las reacciones químicas la transformación, algo en el mundo se había vuelto de fierro, y el pan ázimo cortado en figura circular más pequeña que la hostia para comunión de los legos parecía la comida ritual antes de que alguien cometiera un acto. Varela.

Nadie sabía ya del paradero de Wilckens, esto es, para hacer un acto él se había programado quedar solo, sin comprometer a nadie.

En el enero sofocante de 1923 por la mañana, Wilckens arrojó una bomba contra el teniente coronel Varela que salía de su domicilio en la calle Fitz Roy. Pero en el acto de arrojar la bomba, Kurt se distrajo creyendo ver la figura del indio que había conocido al llegar al puerto. Cuando el artefacto cayó, una niña salía a su vez de un portal. El no dudó, saltando hacia el sitio de la niña y protegiéndola con el cuerpo. El estruendo, el humo y las esquirlas, se le aparecieron como imágenes fotográficas     consecutivas,

productoras de la ilusión de un cuadro cuyas figuras se mueven. Sus piernas quedaron sangrantes de esquirlas y el militar de los fusilamientos, aturdido y herido. Kurt sacó el revólver Colt, se arrastró hacia el militar y terminó con su vida.

Los diarios de Buenos Aires publicaron fotografías del penoso moblaje de la calle Sarandí. Wilckens mal herido y mal atendido, fue llevado a la enfermería de la Penitenciaría Nacional, en la calle Las Heras. Desde su celda escribió al amigo español de Berlín reclamando otros libros tolstoianos, pero sus heridas no sanaban.

En la celda, frente a él, tenía una puerta de hierro con una mirilla. Trataba de concentrarse en un sueño antes de dormirse sin dejar de mirar esa mirilla. No sabía por qué pero se imaginaba su vida sentada a la mirilla. A veces dejaba de sentir los pies, entonces lo tranquilizaba tener ya el árbol de ciruelas elegido. Comía un bizcocho de pasta dura. Tragaba un plato compuesto de un líquido que alguna vez viera ante sí una zanahoria y una cebolla. Tuvo una pesadilla, que el árbol perdía toda la humedad, que un viento abrasador le exhalaba el agua contenida en la savia, y se despertó transpirado, completamente. Pero al día siguiente soñó que el ciruelo volvía con la vegetación, y él le calentaba las hojas con el aliento.

El anarquista Horacio Badaraco, preso en la celda contigua, le envió el mensaje en morse tras el muro: "Introdujeron entre los guardiacárceles a un rompehuelgas levemente herido en los conflictos del Sur. Intentarán matarte en las próximas horas." Wilckens tomó allí mismo la decisión de no dejar de soñar. Si a uno lo matan mientras está soñando, el sueño sigue vivo.

Veía al ciruelo entero, de seis a siete metros de alto, con ramos mochos y flores blancas. Pero sin frutos. Una noche que la mirilla se abrió y por el agujero entró un caño de escopeta apuntando directo hacia su frente, se sonrió. Ni siquiera intentó mover la cabeza, porque venían del agujero del caño multitud de ciruelas enormes, gordas y frescas vistiendo finalmente al árbol de frutas.

Una huelga general espontánea fue la respuesta al asesinato de Kurt Wilckens ese día helado del 16 de junio de 1923. El asesino Pérez Millán no podía ser encerrado en una penitenciaría abarrotada de anarquistas. Tampoco era posible un proceso judicial a riesgo de filtrarse la autoría intelectual del crimen. Se lo haría pasar por loco como tal enterrado en el Hospicio de las Mercedes para alienados. Pero allí estaba el joven interno yugoslavo Lucich sufriendo de delirio persecutorio, especialmente de los médicos. Cuando se enteró que el matador de Wilckens compartía el hospicio, pidió a sus amigos anarquistas de afuera un revólver. Estos lo introdujeron con el relato del sueño de Kurt, que Lucich contó uno a uno a los internos. Una noche, Lucich disparó sobre el falso loco y lo mató. Cuando aterrados por la explosión los dementes del pabellón abrieron ojos como de rebanadas de huevos, dijeron estar inundados de frutos morados, que veían los carozos sublevarse en los pasadores de las puertas, el hollejo cayendo de las molduras de los cielo rasos de estuco, la pulpa atascada entre vanos de ventanales y que, brotando desde las juntas de las baldosas, se elevaba el tallo de un árbol.^

 

 

 

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