La autoorgonización y la ayuda mutua en
las villas miserias argentinas florece sobre un importante tejido social de
décadas de experiencia. Una nueva entrega de “Movimientos en la pandemia”
“Lo
que aprendimos durante años en la escuelita de educación popular trashumante
nos ha nutrido para enfrentar esta situación”, asegura Mari, del barrio 12 de
Julio en la periferia de Córdoba. Un barrio ocupado en el que viven 300
familias, que abrieron calles y colocaron la luz y el agua trabajando en
colectivo. Funcionan en asamblea, están instalando ollas comunitarias y huertas
familiares con apoyo de las vecinas más comprometidas.
La
Trashumante, formalmente Universidad Trashumante, surgió en la década de 1990,
“en un contexto en el que la gente estaba descreída de los gobiernos y de la
política”, explica Mariana. “Salimos a trashumar con el Quirquincho —el autobús
con el que hicieron extensas giras— en busca de ese otro país para encontrarnos
con el abajo profundo, para aprender otras formas de hacer política”.
Durante
años la Trashumante recorrió los pequeños pueblos que apenas figuran en los
mapas y son invisibles para la política mediática. “Le llamamos pedagogía
intimista, que consiste en escuchar a los grupos locales. Nos encontramos con
mucho fatalismo y mucha quietud y ahí nos dimos cuenta de la persistencia del
virus de la dictadura militar a través del miedo”.
“La
pandemia nos ha mostrado lo que somos capaces de hacer, todo lo que aprendimos
durante años de formación lo estamos poniendo en práctica y nos hizo mucho más
fuertes”
Piter
sostiene que “la primer trashumancia fue salir de un proyecto de extensión en
la Universidad de San Luis, migrar de lo institucional a la intemperie, porque
dentro de las instituciones estaba todo podrido y el pensamiento critico era
muy conformista”.
Agrega
algunas palabras a ese concepto de pedagogía intimista: “No salimos a buscar
una nueva teoría política racional que explique lo que estaba pasando, sino
cómo la gente estaba sintiendo la coyuntura y cómo la estaba resistiendo”.
Mariana
explica que durante años se dedicaron a “cavar y rodar abajo”, pero en 2008 dieron
un vuelco: militaban en organizaciones integradas por personas de clase media,
en general universitarias que ponían sus esperanzas en las instituciones que la
Trashumante rechazaba. “Ahí nos decidimos a trabajar en los territorios de los
sectores populares, para que ellos mismos dirigieran sus propias
organizaciones”.
Crearon
un nuevo proyecto: la Escuela de Formación de Educadores de los Territorios
Populares o, simplemente, escuelita. Las razones las pone Piter: “La pedagogía
de las y los oprimidos estaba siendo capturada por la clase media y la creación
de la escuelita tiene que ver con salir del lugar de enseñarle a la gente y
empezar a compartir con las compas de los barrios sobre las formas de
organización y de educación”. La red tiene tres principios: autonomía,
autogestión y horizontalidad que, dice Mariana, “están llenos de
contradicciones”.
Varias
vecinas del barrio 12 de Julio participan en la escuelita, como Ana que se
dedica al área de salud y autocuidado. “Trabajamos con hierbas medicinales y
nos articulamos con el dispensario”, se escucha la voz entrecortada por la
pésima conexión que tienen con internet.
“Las
ollas las hacemos con lo que tiene cada vecino en su casa. Uno aporta una
zanahoria, otra un paquete de fideos y la otra una o dos cebollas"
Gabi
participa en el área de educación. “Tres veces por semana trabajamos con niños
y niñas para ayudarlos en la tarea escolar y también apoyamos en conseguir
semillas para las huertas”. Cultivan alimentos como zapallos para las ollas
comunitarias y plantas medicinales para tratar las enfermedades crónicas, que
se multiplican en la pobreza.
A
Mari la conocí hace varios años en la escuelita: “Las ollas las hacemos con lo
que tiene cada vecino en su casa. Uno aporta una zanahoria, otra un paquete de fideos
y la otra una o dos cebollas. Tenemos algunas donaciones de la iglesia y de
amigos profesionales de la Trashumante. Le decimos a la gente que abran más
ollas, una por cuadra si se puede, porque del Estado no llega nada”.
El
Encuentro de Organizaciones, una corriente inspirada en el movimiento piquetero
(desocupados) luego de la insurrección de diciembre de 2001, aporta alimentos
fruto de sus movilizaciones para presionar al Estado. “No queremos donaciones
de gente que nos pone condiciones, como algunas iglesias que nos traen comida
pero quieren que pongamos las banderas de la iglesia”.
En
el espacio La Soñada, en el barrio Autódromo, Yaqui que se formó también en la
escuelita sostiene que en estos días el principal objetivo de la organización
del barrio es estar junto a los niños y las niñas. También formaron una olla
comunitaria para alimentar a los abuelos y embazadas. En la escuelita
debatieron sobre la centralidad del autocuidado.
“La
pandemia nos ha mostrado lo que somos capaces de hacer, todo lo que aprendimos
durante años de formación lo estamos poniendo en práctica y nos hizo mucho más
fuertes”, siente Mari. Yaqui agrega que en los barrios hay más organización y
más capacidad de hacer que antes de la cuarentena: “Aparecen manos solidarias
de gente que no conocemos, hay un olorcito a solidaridad”.
Imposible
no mencionar la violencia de género. “En el barrio hubo incendios y mujeres
lastimadas, pero todo el barrio se unió para darle una mano a esas familias”,
cierra Ana. No esperan nada del Estado, ni alimentos ni justicia. “Se nota la
necesidad de la gente de estar junta”.
En
apretada síntesis, esta es la historia de dignidad de un colectivo de
educadores populares que dejaron las aulas para compartir con recicladores de
basura y changarines, para hacer posible que los de más abajo dirijan sus
organizaciones, sin “jefes” provenientes de las clases medias ilustradas.
* * *
“Una
niña o un niño pueden pasar toda su vida, hasta que sean ancianos, en espacios
autogestionados por las vecinas y los vecinos que son los que llevan adelante
estas tareas”, relata con parsimonia el padre Carlos Olivero, de la Villa 21-24
de Barracas, en la ciudad de Buenos Aires.
En
la mayor “villa miseria” de la ciudad, el padre Charly, como lo conocen los
vecinos, vive y trabaja en la Parroquia de Caacupé desde 2002. La iglesia fue
construida por los vecinos en minga: mientras ellos hacían la mezcla y
colocaban los ladrillos, ellas preparaban el almuerzo y sostenían el trabajo
comunitario. El nombre se lo pusieron los migrantes paraguayos, por la virgen
la más emblemática de su país.
En
la villa funciona una red impresionante de hogares, relata Charly: para
abuelos, embarazadas y recién nacidos, jardines de infantes, para personas
trans, para pacientes de diversas enfermedades como HIV y tuberculosis, para
consumidores de drogas y para acompañar a personas privadas de libertad cuando
salen de prisión.
Cuentan
además con una escuela de oficios donde los jóvenes estudian, unos mil cada
cuatrimestre, una escuela primaria y una secundaria. A la hora de enumerar los
trabajos en la villa, es imposible no perderse. Charly va sumando espacios y
tareas. “El Hogar de Cristo está centrado en el cuidado de los más vulnerables,
personas en calle, en consumo, liberados. Tenemos una granja para mujeres con
sus hijos y cooperativas para cuando los ex consumidores se reinsertan”.
Visitan
a más de 300 personas sometidas al sistema penitenciario, pero con una cualidad
que los diferencia otros proyectos: “Los que van a visitarlos son compañeros
que estuvieron privados de libertad y por lo tanto saben de qué se trata. Los
acompañan para que tengan la seguridad de que cuando salgan en libertad tendrán
quién los apoye”.
En
contra de la estigmatización de los medios —que no dejan de mentar violencia,
drogas y delincuencia— sostiene que “la villa 21 es el mejor barrio de Buenos
Aires, por la solidaridad, por el nivel de organización”
Seguimos
sumandos: los exploradores son alrededor de 2.500, por el Hogar de Cristo pasan
unas mil personas y atienden nueve comedores donde acuden un promedio de 200
personas cada día. “Imposible cuantificar”, se queja Charly con una sonrisa,
ante la insistencia.
“Lo
importante es que las vecinas y los vecinos son los que llevan adelante todos
los espacios. Por eso te digo que una niña o un niño puede pasar toda su vida
en espacios autogestionados, desde antes de nacer hasta que son abuelas. La
idea es que haya propuestas sólidas para cada grupo del barrio, pero es el
barrio el que los cuida”.
El
padre Charly asegura que están construyendo algo “diferente del sistema”.
Pertenece al movimiento de “curas villeros”, inspirado en el compromiso con los
pobres que llevó al padre Carlos Mugica a comprometerse con los habitantes
villa 31 (en Retiro, muy cerca del puerto), lo que le costó la vida al ser
asesinado por la Triple A en 1974. Los curas villeros sostienen que vienen a
las villas a aprender. Por eso Charly asegura que “más que a construir un mundo
distinto venimos a conectarnos con lo que ya está, porque nuestro barrio es de
inmigrantes, de gente que vino porque no tenía acceso a la salud y al trabajo”
En
contra de la estigmatización de los medios —que no dejan de mentar violencia,
drogas y delincuencia— sostiene que “la villa 21 es el mejor barrio de Buenos
Aires, por la solidaridad, por el nivel de organización”. Durante la pandemia
comprobaron la escasa noción que tienen los gobiernos, incluso los
progresistas, de lo que sucede en las villas.
“Lo
que hace la pandemia es hacer emerger todo lo que no estaba resuelto, la
precariedad del trabajo, la falta de agua, la imposibilidad de ahorrar… y ahora
emergen todos los problemas juntos”. En la villa no sólo había pobreza y
trabajo informal, estaban la tuberculosis, el dengue, el HIV, las personas que
viven en la calle y las privadas de libertad.
Cuando
aterrizó la pandemia, multiplicaron los comedores, la entrega de alimentos a
las familias y pusieron todos sus espacios al servicio del barrio. “Porque los
gobiernos quieren ahorrar con la comida y los trámites burocráticos son un
desastre al punto que ya nadie quiere venderles”, se indigna Charly.
Trabaja
junto a los movimientos sociales del barrio, a los que considera
imprescindibles. Con los militantes sociales hicieron un censo de personas
vulnerables y de enfermeras e instalaron puestos de vacunación, distribuidos en
las 63 hectáreas de la villa 21-24. “Aquí las personas no pueden aislarse
porque viven hacinadas, hasta siete duermen en una misma cama”.
Nos
recuerda que en el barrio no entran las ambulancias, por “seguridad”. Los
protocolos oficiales, por lo tanto, no tienen la menor utilidad en la extrema
pobreza. Por eso las organizaciones sociales superaron las diferencias para
cuidar al barrio, dice Charly.
“Veo
un escenario bastante difícil. En tiempos de guerra aceptamos economía de
guerra, pero cuando no haya guerra las necesidades van a explotar. Queremos
responder a la urgencia, pero que esa respuesta deje una capacidad instalada en
el barrio”. En suma, organización.
El
padre Carlos Olivero se despide con una frase casi bíblica, fruto de su
experiencia vital: “Con el Estado no alcanza, porque no conoce la realidad de
los barrios. Lo que venga tiene que ser con la organización popular. Esto
significa que las compañeras y compañeros no ocupen cargos, para que no bajemos
los brazos”.
*Raúl
Zibechi (nacido el 25 de enero de 1952 en Montevideo) es un escritor y
activista uruguayo, dedicado al trabajo con movimientos sociales en América
Latina.
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