Atlas de las desigualdades |
El capitalismo
alcanzó su versión más descarnada y brutal. Y es que el vaso nunca derrama: el
1% más rico de la población mundial se apropió del 27% del crecimiento
económico de los últimos 40 años, mientras que el 50% más pobre capturó sólo el
13%, es decir, 3.500 millones de personas se quedaron con menos de la mitad de
lo que percibió la reducida elite más acaudalada del planeta (1). Este abismo
socioeconómico se explica por las transformaciones estructurales que ha sufrido
el capitalismo en la era de la finarización.
Una de las más
importantes es el mayor ensamblaje entre los perceptores de una elevada renta
de capital y los perceptores de una elevada renta de trabajo. Es decir, los individuos
que cuentan con una alta renta de capital prácticamente son los mismos que se
encuentran entre el decil y el percentil de ingresos máximos de la sociedad. Es
lo que el reconocido economista Branko Milanović denominó como homoploutia (de
homo, igual y ploutia, riqueza) para advertir sobre el desmesurado poder
económico que los capitalistas adquirieron en el sistema meritocrático liberal
imperante en el mundo a diferencia del capitalismo clásico del siglo XIX en el
que prácticamente ningún capitalista de los rangos más elevados de la escala
percibía una renta de trabajo.
Esta
convergencia en las mismas manos, de la renta de capital y de la de trabajo, se
duplicó en los últimos 37 años, y todo indica que seguirá creciendo ya que el
cambio estructural en la organización de la fuerza laboral, mayormente
descentralizada, mermó considerablemente la capacidad de negociación de los
trabajadores, menguando sus salarios a favor de la rentabilidad del capital e
impulsando, en definitiva, la polarización de los ingresos (2).
Pero los ricos
no sólo son los benificiarios exclusivos de esa doble concentración sino
también de otra, más anquilosada aun, la patrimonial, que también aumentó, y lo
hizo mucho más rápido que los salarios por el débil crecimiento, los intereses
de capital y el precio de las propiedades (3). Asistimos así a un mundo cada
vez más injusto donde la única igualación posible es la que se da hacia abajo.
Una elite
perpetua
Está claro que
la igualdad absoluta no existe o, al menos, los pocos intentos que se han dado
en las sociedades por alcanzar este ideal nunca pudieron trascender en el mundo
como hoy lo hacen las desigualdades más extremas. Pero, ¿qué hay detrás de la
prevalencia en la historia de los regímenes desigualitarios? ¿Por qué seguimos validando
un sistema donde sólo unos pocos se benefician en desmedro de la mayoría?
La respuesta,
quizás, resida en los mecanismos de perpetuación de la elite multimillonaria
que concentra tanto el poder económico como el poder político ya que la
distribución del financiamiento de las campañas electorales suele estar también
hiperconcentrada en las personas más pudientes de la sociedad.
Es el caso de
Estados Unidos en el que el 1% más rico de la población aportó el 40% del total
de las contribuciones para las presidenciales de 2016 (4). Donaciones que
esperan, por supuesto, una retribución política afectando las medidas
impositivas, la transferencia de la riqueza pública a manos privadas, el
control gubernamental sobre el ocultamiento de fondos económicos y financieros,
la regulación de la transmisión intergeneracional de la riqueza y demás
mecanismos políticos e institucionales que eternizan el enquistamiento en el
poder de la elite económica y de sus descendientes (5).
Pero para
perpetuarse la elite también necesita de la connivencia de las masas y es aquí
donde radica la perversión central del sistema ya que se apela a un discurso
propietarista, empresarial y meritocrático que afirma que las desigualdades son
justas porque derivan de un proceso libremente elegido en el que todos tenemos
las mismas posibilidades de acceder al mercado y a la propiedad. Un argumento
que, en definitiva, termina estigmatizando a los perdedores del sistema
económico por su supuesta falta de méritos, encubriendo que la “igualdad de oportunidades”
no es más que una falacia en las sociedades actuales.
Cuando se nace
en la indigencia, los niños y las niñas tienen grandes posibilidades… de
permanecer desescolarizados, ser sometidos a trabajo infantil, padecer en su
vida adulta trabajos precarios o desempleo, y contar con una esperanza de vida
reducida. Porque las desigualdades son acumulativas y se retroalimentan, y
coartan toda vía de escape a los que las padecen. Así como los ricos heredan la
fortuna, no por mérito, sino por sucesión, los pobres heredan la pobreza, no
por carencia de talento, sino por defecto.
Este sistema,
sin embargo, al ser cada vez más insostenible para la mayor parte del planeta,
está perdiendo legitimidad. Pero sin un contrapoder fuerte y organizado que
verdaderamente lo cuestione seguirá profundizándose. Los Estados se han vuelto
débiles frente al poder económico y financiero, y las clases medias y populares
carecen de un sentido de lucha colectiva no sólo por el cambio en la naturaleza
de la organización del trabajo y el aumento del trabajo precarizado que
desarticuló su poder frente al capital, sino también por la erosión de los
mecanismos de solidaridad debido a la emergencia de pequeñas desigualdades cada
vez más individualizadas entre personas de una misma posición socioeconómica.
Como aquellas que atraviesan a colegas con distintas remuneraciones por igual
trabajo o las que persisten entre trabajadores en blanco y trabajadores en
negro, o como las que hay entre mujeres y hombres con un mismo puesto laboral
pero con distinto salario o las que existen entre los que viven en un barrio
cerrado y los que viven en la ciudad…
Todas estas
pequeñas desigualdades, como explica el sociólogo francés François Dubet, son
también relevantes porque son las que pesan en la vida cotidiana y, al
erosionar la identificación de las personas en un mismo grupo socioeconómico,
terminan obstruyendo toda acción organizada que pretenda combatir a las grandes
desigualdades.
Entre el
arcaísmo y la modernidad
Es cierto que en
los últimos doscientos años se hicieron grandes progresos en salud y educación
que facilitaron una mayor movilidad socioeconómica pero aún persisten grandes
disparidades entre países así como en el interior de los Estados (6).
No es lo mismo
nacer en Sierra Leona donde la esperanza de vida es de 52 años que en Hong Kong
donde alcanza los 84 años, como tampoco lo es respirar en el barrio de Bronx de
la ciudad de Nueva York, integrado por un 70% de latinoamericanos y un 29% de
afroamericanos, en el que la contaminación atmosférica alcanza casi el triple
del promedio estatal (7).
Tampoco ser
mujer que ser hombre en Francia, donde la participación de las mujeres en el 1%
de los salarios más elevados del país es sólo del 16%. Porque, aunque hubo
cierta evolución en la paridad de género, como en varios países del mundo, esta
no deja de ser lenta: se calcula que, de continuar con el mismo ritmo, recién
en el año 2144 las mujeres llegarían a representar la mitad de efectivos del
percentil superior de los ingresos en el país galo (8). Y es que en todo el
planeta los regímenes desigualitarios están atravesados por el progreso, pero
también por el arcaísmo. Aunque no quedará más que arcaísmo si las
desigualdades siguen profundizándose porque el progreso para unos pocos no es
progreso sino retroceso.
La historia ha
demostrado que las grandes redistribuciones de la riqueza se han dado a través
de guerras, revoluciones o hiperinflaciones inesperadas. La elite económica
mundial seguramente impedirá un cambio de régimen del que es exclusivamente
beneficiaria. Pero de no impulsar reformas en el régimen a través de medidas de
redistribución y pre-distribución, que son las que permiten contrarrestar las
desigualdades originarias, la asfixia económica que hoy sufren los más
desfavorecidos y la que empiezan a sentir en menor medida las clases medias y
populares será insostenible porque los pilares que hoy garantizanla
rentabilidad de unos pocos y aseguran su perpetuidad en el poder, mañana serán
los causantes de su propia destrucción.
(*) Editora de
Le Monde diplomatique, edición Cono Sur.
La nota
pertenece a “El Atlas de las desigualdades. Claves para entender un mundo
injusto”, editado por Le Monde diplomatique, edición Cono Sur y Capital
Intelectual, que incluye artículos de Thomas Pikkety, Branko Milanović,
François Dubet, Sergio Federovisky, Mabel Bellucci y más. Disponible en
librerías y en su web. Edición, compilación e investigación estadística por
Creusa Muñoz.
1. Thomas
Piketty, Capital e ideología, Paidós, Buenos Aires, noviembre de 2019.
2. Branko
Milanović, Capitalismo, nada más, Taurus, Madrid, 2020.
3. François
Dubet, La época de las pasiones tristes, Siglo XXI, Buenos Aires, 2020.
4. Branko
Milanović, op. cit.
5. Según el
World Inequality Database, la riqueza privada neta ha experimentado un
incremento generalizado en las últimas décadas, pasando de 200-350% del ingreso
nacional en la mayoría de los países ricos en 1970, a 400-700% en la
actualidad. Mientras la riqueza pública se ha hecho negativa o cercana a cero.
En cuanto a los activos en paraísos fiscales se estima que representan más del
10% del PIB mundial.
6. La esperanza
de vida en el mundo pasó de una media de 26 años en 1820 a 72 años en 2020 y se
estima que a comienzos de siglo XIX sólo un 10% de la población mundial mayor
de 15 años estaba alfabetizada contra un 85% en la actualidad. Para más información, véase Thomas Piketty, op.
cit.
7. Según la Union of Concerned Scientists.
8. Thomas Piketty, op. cit.
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