Claves para entender un mundo injusto y desigual por Creusa Muñoz*

De Estados Unidos a China y de Rusia a Brasil, las desigualdades han aumentado sustancialmente en el mundo, al extremo de volverse insostenibles. ¿Hasta cuándo subsistirá el actual sistema económico que impulsa la concentración de la riqueza en cada vez menos manos mientras la mayoría se empobrece? Un drama que en pleno siglo XXI exhibe toda su crudeza
Atlas de las desigualdades

El capitalismo alcanzó su versión más descarnada y brutal. Y es que el vaso nunca derrama: el 1% más rico de la población mundial se apropió del 27% del crecimiento económico de los últimos 40 años, mientras que el 50% más pobre capturó sólo el 13%, es decir, 3.500 millones de personas se quedaron con menos de la mitad de lo que percibió la reducida elite más acaudalada del planeta (1). Este abismo socioeconómico se explica por las transformaciones estructurales que ha sufrido el capitalismo en la era de la finarización.
Una de las más importantes es el mayor ensamblaje entre los perceptores de una elevada renta de capital y los perceptores de una elevada renta de trabajo. Es decir, los individuos que cuentan con una alta renta de capital prácticamente son los mismos que se encuentran entre el decil y el percentil de ingresos máximos de la sociedad. Es lo que el reconocido economista Branko Milanović denominó como homoploutia (de homo, igual y ploutia, riqueza) para advertir sobre el desmesurado poder económico que los capitalistas adquirieron en el sistema meritocrático liberal imperante en el mundo a diferencia del capitalismo clásico del siglo XIX en el que prácticamente ningún capitalista de los rangos más elevados de la escala percibía una renta de trabajo.
Esta convergencia en las mismas manos, de la renta de capital y de la de trabajo, se duplicó en los últimos 37 años, y todo indica que seguirá creciendo ya que el cambio estructural en la organización de la fuerza laboral, mayormente descentralizada, mermó considerablemente la capacidad de negociación de los trabajadores, menguando sus salarios a favor de la rentabilidad del capital e impulsando, en definitiva, la polarización de los ingresos (2).
Pero los ricos no sólo son los benificiarios exclusivos de esa doble concentración sino también de otra, más anquilosada aun, la patrimonial, que también aumentó, y lo hizo mucho más rápido que los salarios por el débil crecimiento, los intereses de capital y el precio de las propiedades (3). Asistimos así a un mundo cada vez más injusto donde la única igualación posible es la que se da hacia abajo.


Una elite perpetua


Está claro que la igualdad absoluta no existe o, al menos, los pocos intentos que se han dado en las sociedades por alcanzar este ideal nunca pudieron trascender en el mundo como hoy lo hacen las desigualdades más extremas. Pero, ¿qué hay detrás de la prevalencia en la historia de los regímenes desigualitarios? ¿Por qué seguimos validando un sistema donde sólo unos pocos se benefician en desmedro de la mayoría?
La respuesta, quizás, resida en los mecanismos de perpetuación de la elite multimillonaria que concentra tanto el poder económico como el poder político ya que la distribución del financiamiento de las campañas electorales suele estar también hiperconcentrada en las personas más pudientes de la sociedad.
Es el caso de Estados Unidos en el que el 1% más rico de la población aportó el 40% del total de las contribuciones para las presidenciales de 2016 (4). Donaciones que esperan, por supuesto, una retribución política afectando las medidas impositivas, la transferencia de la riqueza pública a manos privadas, el control gubernamental sobre el ocultamiento de fondos económicos y financieros, la regulación de la transmisión intergeneracional de la riqueza y demás mecanismos políticos e institucionales que eternizan el enquistamiento en el poder de la elite económica y de sus descendientes (5).
Pero para perpetuarse la elite también necesita de la connivencia de las masas y es aquí donde radica la perversión central del sistema ya que se apela a un discurso propietarista, empresarial y meritocrático que afirma que las desigualdades son justas porque derivan de un proceso libremente elegido en el que todos tenemos las mismas posibilidades de acceder al mercado y a la propiedad. Un argumento que, en definitiva, termina estigmatizando a los perdedores del sistema económico por su supuesta falta de méritos, encubriendo que la “igualdad de oportunidades” no es más que una falacia en las sociedades actuales.
Cuando se nace en la indigencia, los niños y las niñas tienen grandes posibilidades… de permanecer desescolarizados, ser sometidos a trabajo infantil, padecer en su vida adulta trabajos precarios o desempleo, y contar con una esperanza de vida reducida. Porque las desigualdades son acumulativas y se retroalimentan, y coartan toda vía de escape a los que las padecen. Así como los ricos heredan la fortuna, no por mérito, sino por sucesión, los pobres heredan la pobreza, no por carencia de talento, sino por defecto.
Este sistema, sin embargo, al ser cada vez más insostenible para la mayor parte del planeta, está perdiendo legitimidad. Pero sin un contrapoder fuerte y organizado que verdaderamente lo cuestione seguirá profundizándose. Los Estados se han vuelto débiles frente al poder económico y financiero, y las clases medias y populares carecen de un sentido de lucha colectiva no sólo por el cambio en la naturaleza de la organización del trabajo y el aumento del trabajo precarizado que desarticuló su poder frente al capital, sino también por la erosión de los mecanismos de solidaridad debido a la emergencia de pequeñas desigualdades cada vez más individualizadas entre personas de una misma posición socioeconómica. Como aquellas que atraviesan a colegas con distintas remuneraciones por igual trabajo o las que persisten entre trabajadores en blanco y trabajadores en negro, o como las que hay entre mujeres y hombres con un mismo puesto laboral pero con distinto salario o las que existen entre los que viven en un barrio cerrado y los que viven en la ciudad…
Todas estas pequeñas desigualdades, como explica el sociólogo francés François Dubet, son también relevantes porque son las que pesan en la vida cotidiana y, al erosionar la identificación de las personas en un mismo grupo socioeconómico, terminan obstruyendo toda acción organizada que pretenda combatir a las grandes desigualdades.


Entre el arcaísmo y la modernidad


Es cierto que en los últimos doscientos años se hicieron grandes progresos en salud y educación que facilitaron una mayor movilidad socioeconómica pero aún persisten grandes disparidades entre países así como en el interior de los Estados (6).
No es lo mismo nacer en Sierra Leona donde la esperanza de vida es de 52 años que en Hong Kong donde alcanza los 84 años, como tampoco lo es respirar en el barrio de Bronx de la ciudad de Nueva York, integrado por un 70% de latinoamericanos y un 29% de afroamericanos, en el que la contaminación atmosférica alcanza casi el triple del promedio estatal (7).
Tampoco ser mujer que ser hombre en Francia, donde la participación de las mujeres en el 1% de los salarios más elevados del país es sólo del 16%. Porque, aunque hubo cierta evolución en la paridad de género, como en varios países del mundo, esta no deja de ser lenta: se calcula que, de continuar con el mismo ritmo, recién en el año 2144 las mujeres llegarían a representar la mitad de efectivos del percentil superior de los ingresos en el país galo (8). Y es que en todo el planeta los regímenes desigualitarios están atravesados por el progreso, pero también por el arcaísmo. Aunque no quedará más que arcaísmo si las desigualdades siguen profundizándose porque el progreso para unos pocos no es progreso sino retroceso.
La historia ha demostrado que las grandes redistribuciones de la riqueza se han dado a través de guerras, revoluciones o hiperinflaciones inesperadas. La elite económica mundial seguramente impedirá un cambio de régimen del que es exclusivamente beneficiaria. Pero de no impulsar reformas en el régimen a través de medidas de redistribución y pre-distribución, que son las que permiten contrarrestar las desigualdades originarias, la asfixia económica que hoy sufren los más desfavorecidos y la que empiezan a sentir en menor medida las clases medias y populares será insostenible porque los pilares que hoy garantizanla rentabilidad de unos pocos y aseguran su perpetuidad en el poder, mañana serán los causantes de su propia destrucción.
 
(*) Editora de Le Monde diplomatique, edición Cono Sur.
La nota pertenece a “El Atlas de las desigualdades. Claves para entender un mundo injusto”, editado por Le Monde diplomatique, edición Cono Sur y Capital Intelectual, que incluye artículos de Thomas Pikkety, Branko Milanović, François Dubet, Sergio Federovisky, Mabel Bellucci y más. Disponible en librerías y en su web. Edición, compilación e investigación estadística por Creusa Muñoz.



1. Thomas Piketty, Capital e ideología, Paidós, Buenos Aires, noviembre de 2019.
2. Branko Milanović, Capitalismo, nada más, Taurus, Madrid, 2020.
3. François Dubet, La época de las pasiones tristes, Siglo XXI, Buenos Aires, 2020.
4. Branko Milanović, op. cit.
5. Según el World Inequality Database, la riqueza privada neta ha experimentado un incremento generalizado en las últimas décadas, pasando de 200-350% del ingreso nacional en la mayoría de los países ricos en 1970, a 400-700% en la actualidad. Mientras la riqueza pública se ha hecho negativa o cercana a cero. En cuanto a los activos en paraísos fiscales se estima que representan más del 10% del PIB mundial.
6. La esperanza de vida en el mundo pasó de una media de 26 años en 1820 a 72 años en 2020 y se estima que a comienzos de siglo XIX sólo un 10% de la población mundial mayor de 15 años estaba alfabetizada contra un 85% en la actualidad. Para más información, véase Thomas Piketty, op. cit.
7. Según la Union of Concerned Scientists.
8. Thomas Piketty, op. cit.

 


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