De la gran biblioteca incendiada a la censura posmoderna, los libros son objetos 'peligrosos' desde hace 5.000 años. Richard Ovenden, el gran bibliotecario de Oxford, repasa esta historia brutal: "Los libros son un muro ante los gobiernos autoritarios"
Quema
de libros en Berlín en 1933 |
Existen pocas cosas más retrógadas, irracionales y
deshumanizadoras que quemar un libro. Que se lo pregunten a Montag, el bombero
pirómano de Fahrenheit 451 de Ray Bradbury. A lo largo de la
historia hay sobradas pruebas de cómo ejércitos, gobiernos y grupos
totalitarios se han dedicado a devastar bibliotecas, archivos y libros de toda
procedencia y condición. «Allí donde se queman libros se termina quemando
también a personas», decía el poeta alemán Heinrich Heine.
Esta despiadada tabula rasa perdura hasta
nuestros días, utilizada por quienes ven la palabra escrita como la mayor de
las amenazas. Así lo recoge Richard Ovenden en Quemar
libros (Ed. Crítica), un ensayo en el que repasa con rigor de
archivero los hechos históricos que han llevado a estos bibliocaustos.
Y, también, la encomiable tarea de los bibliotecarios desde el año 3.000 a.C.
hasta nuestros días, cuando afanados documentalistas rescatan los
tuits más vergonzantes que borró todo un presidente del Estados Unidos como
Donald Trump.
Richard Ovenden, actual jefe de la Biblioteca Bodleiana
de Oxford, una de las más importantes de Europa, explica por
videoconferencia desde su despacho -rodeado de libros, claro está- que hubo un
momento clave para el nacimiento de esta carta de amor hacia las bibliotecas y
los archivos. «En 2018 fui a Berlín porque tenemos un acuerdo de colaboración
con la Biblioteca Nacional Alemana», cuenta en su exquisito acento inglés. «En
medio de esa calle había una placa protegida por un cristal que conmemora la
noche del 10 de mayo de 1933, cuando los nazis dirigidos por Goebbels
orquestaron una gran quema de libros. Conocía con detalle lo que había
sucedido, pero estar allí, en ese mismo lugar, rodeado por la Biblioteca
Nacional, la Universidad Humboldt, la Ópera... Es increíble que aquel acto
horrendo tuviera lugar en el centro cultural e intelectual de Alemania».
Pero rebobinemos al origen de esta historia. Los primeros
registros escritos llegaron con el paso de las sociedades nómadas a otras
sedentarias: primero en tablillas cuneiformes de piedra y arcilla, luego en
papiros, rollos, pergaminos y finalmente en libros, el formato más antiguo y
duradero para la transmisión del conocimiento. Quienes lo dieron por muerto cuando
apareció la radio, luego la televisión y, hace unas décadas, la rutilante era
digital no sabían con quién están tratando.
Por más que ardan con facilidad, sean víctimas propicias de la
humedad o de la voracidad de la carcoma, estos objetos de papel y tinta han
demostrado ser tremendamente resistentes a lo largo de los siglos, con la
inestimable ayuda de quienes los preservan frente a la barbarie humana. Esa es
la otra cara de esta historia, los destrozos de quienes buscan borrar
de un plumazo la identidad de civilizaciones y culturas enteras.
En Memoria vegetal (Ed. Lumen), una
recopilación de escritos de Umberto Eco sobre la pasión
bibliófila, el autor de El nombre de la rosa pone nombre a la
destrucción de libros. Lo llama biblioclastia y distingue
entre los fundamentalistas («temen su contenido y no quieren que otros los
lean»), los que lo son por dejadez («dejan que se deterioren o los hacen
desaparecer en escondites inaccesibles») y los que destruyen libros por interés
(«para venderlos por partes, porque así sacan mucho más que vendiéndolos
enteros»). Quemar libros se centra en las dos primeras categorías, las más
reiteradas y devastadoras de la historia.
Activistas islámicos queman 'Los versos satánicos' de Salman Rushdie en Derby el 15 de marzo de 1989Staff/Mirrorpix
No puede existir un libro sobre la destrucción de bibliotecas
sin un capítulo dedicado a la de Alejandría, aquella que pretendía acumular
toda la memoria del mundo para ponerla a disposición de los eruditos. Fue la
casa de Euclides, Arquímedes, Apolonio de Rodas y otras tantas mentes preclaras
de la época, reunidos en unos edificios construidos para impresionar. «Su
destrucción se ha convertido en algo casi tan importante como su propia
existencia», señala Ovenden en su libro.
Y eso que en torno a la desaparición de ese monumento a la
sabiduría hay más de mito que de realidad. El fuego, ya sea provocado
por Julio César en el puerto de Alejandría o por el ímpetu de las tropas del
emperador Aureliano, causó estragos en repetidas ocasiones en las
colecciones del Museo y el Serapeo, los dos edificios dedicados a almacenar
miles de rollos sobre las más diversas disciplinas. Pero los incendios no
fueron, desvela Ovenden, los principales responsables de su final.
«El declive sucedió durante un largo período de tiempo y tuvo
más que ver con la negligencia y la falta de financiación», cuenta. «Cuando fue
fundada, la Biblioteca era un símbolo de prestigio imperial, un ejemplo
de cómo la dinastía ptolemaica quería mostrarse ante el mundo antiguo como
portadores del conocimiento. Pasaron los siglos y dejó de ejercer ese poder
simbólico, por lo que se fue descomponiendo gradualmente».
La destrucción de la
Biblioteca de Alejandría se ha convertido en algo tan importante como su
existencia
Esa es, según Ovenden, la lección de Alejandria para nuestra
época: «Si quieres mantener vivas estas instituciones y que sigan teniendo una
función clave en la sociedad, es necesario invertir en su supervisión,
cuidado y mejora».
La época más negra para las bibliotecas fue la de la Reforma, que
se saldó con cientos de miles de libros quemados, perdidos o desubicados de los
archivos que durante siglos los habían custodiado. La fiebre bibliófoba se
extendió por toda Europa con la misma eficiencia y brutalidad que la peste
negra. Arraigó especialmente en la Inglaterra de Enrique VIII quien,
en su intento por deshacerse del control del Papa, ordenó una «intensiva
búsqueda» en las bibliotecas medievales, para asegurarse de que los libros más
importantes fueran llevados a la biblioteca real y destruir el resto.
Una mezcla de celo religioso y lucha por el poder político de
aniquiló cerca del 80% del contenido de las bibliotecas británicas anteriores a
la Reforma protestante. «Aquella época muestra el estrecho vínculo entre
conocimiento y poder, además del deseo de imponer un nuevo régimen a través de
la destrucción y el control de determinadas ideas», afirma Ovenden.
Hoy en día, la Biblioteca del Congreso de EEUU es la más
grande y ambiciosa del mundo, con cerca de 160 millones de documentos en
sus estanterías y almacenes. Nació en los albores del siglo XIX con un catálogo
de 273 volúmenes y la pretensión de recopilar todo libro y tratado relacionado
con el derecho de las naciones, además de ejemplares y legajos que les
permitieran obtener pruebas para defenderse de las reivindicaciones de las
potencias europeas sobre los territorios estadounidenses.
La destrucción en la
IGM de la Biblioteca de Lovaina provocó una cláusula en el Tratado de Versalles
Los británicos acabaron con esa primera tentativa tras atacar
Washington y quemar hasta los cimientos de la Casa Blanca y el Capitolio, donde
se ubicaba la Biblioteca. Casi no hubo tiempo para lamentarse: «Aquello
entorpeció el funcionamiento del gobierno estadounidense, pero muy
pronto Thomas Jefferson ofreció su propia biblioteca, reunida durante más
de 50 años, para reemplazar y renovar la colección inicial».
Es una de las constantes en esta historia que alterna incendios,
persecuciones y ruina con nuevas oportunidades y redoblados esfuerzos por
preservar libros y archivos. Sucedió también en 1914, después de que los
alemanes atacaran la Biblioteca de Lovaina, en Bélgica, cuando arrancaban
los combates de la Primera Guerra Mundial. «Eso llevó a la redacción de una
cláusula en el Tratado de Versalles, que obligaba a los alemanes a
reemplazar millones de libros perdidos durante la contienda», recuerda Ovenden.
«Los americanos decidieron utilizar esa oportunidad para influir y traer algo
de su poder blando a Europa, poniendo fondos para reconstruir la biblioteca».
Los descendientes de Jefferson, queda claro, nunca dan puntada
sin hilo.
También hay numerosos héroes entre las páginas de esta historia
universal de la biblioclastia. Quizá el mejor ejemplo sea la Brigada
del Papel, los judíos que arriesgaron su vida para preservar el registro
escrito de su cultura en la Lituania ocupada por los nazis. «Escondían páginas
en su ropa para llevarlas de vuelta al gueto de noche, mientras de día eran
obligados a punta de pistola a enviar miles de libros a las fábricas de papel.
Sabían que era muy improbable que ellos sobrevivieran, pero confiaban en que
quizá su cultura sí podría salvarse».
Los libros son un muro frente a los gobiernos autoritarios y el monopolio de las tecnológicas RICHARD OVENDEN
Y lo hizo: finalizada la contienda, los pocos que no fueron
víctimas del Holocausto regresaron a los escondites para recuperar aquellos
documentos. La alegría de encontrarlos duró poco: «Esos mismos libros pronto
serían tachados de anticomunistas y enviados de nuevo a las fábricas de papel
por los soviéticos. En esta ocasión fue un bibliotecario, Antonas Ulpis,
el que se dedicó a rescatar textos de la destrucción y los escondió hasta el
desmoronamiento de la URSS. Es una fascinante historia de supervivencia, de
gente arriesgando su vida para preservar su identidad, su cultura y su sentido
de la comunidad».
El destrozo libresco ha continuado de forma salvaje en lugares
como Sri Lanka, Bosnia, Irak o Yemen, pero también puede producirse por culpa
de incendios accidentales como el que arrasó hace unos días la Biblioteca
Jagger de Ciudad del Cabo. Y, aunque Ovenden señala «la enorme diferencia
cualitativa y cuantitativa» entre estas aberraciones y la llamada cancelación
cultural, también tienen algo de síntoma de una era enferma los obstáculos
para publicar la autobiografía de Woody Allen o la reciente retirada del
mercado de la biografía de Philip Roth porque su autor ha sido
acusado de acoso sexual.
En cualquier caso, el objetivo de Ovenden es reivindicar «el
papel clave» de las bibliotecas y los archivos tanto hoy como en el futuro. «Son
un muro frente a los gobiernos autoritarios y al monopolio que están
imponiendo las grandes compañías tecnológicas sobre el control de la
información».
Ya lo advertía Umberto Eco: «El libro es un seguro de vida, una
pequeña anticipación de la inmortalidad».
por SMAEL MARINERO
EL MUNDO/fuente
https://www.elmundo.es/papel/cultura/2021/04/29/608adc4ffdddff153c8b45bf.html
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