A cien años de su nacimiento
Sophie Scholl a la edad de 22 años - Picture Alliance |
Un retrato
Resulta imposible no sentir algún tipo de emoción cuando se habla de Sophie Scholl, una de las mayores heroínas del siglo XX. Ciertamente el grupo de resistencia contra el régimen nazi del que formó parte, y al que se le conoció como Weiße Rose (Rosa Blanca), se hallaba integrado por más personas (entre ellas su hermano Hans, tres años mayor), pero la Historia ha querido que la valentía y el honor que caracterizó a los participantes del movimiento llevase para siempre el rostro de Sophie. Tal hecho no es fortuito. Miremos, por ejemplo, la icónica imagen en blanco y negro que capturó Jürgen Wittenstein (quien a la postre también sería miembro de Weiße Rose) y a la que cualquiera que tenga Internet puede acceder. En ella una Sophie, quien apenas habría cumplido los veinte años, aparece flanqueada por Hans del lado izquierdo, mientras que frente a ella, cargado un poco a la derecha, se encuentra otro chico de edad similar. Ambos jóvenes portan uniforme, lo que revela que el retrato sería tomado en algún punto de 1942, cuando Hans se desempeñó como médico en el frente este, principalmente en territorios disputados por soviéticos y alemanes. Valdría la pena subrayar que esos meses de servicio serían determinantes para lo que vendría después, dado que al atestiguar las atrocidades que los soldados alemanes cometieron contra la población eslava, Hans viviría un profundo cambio de conciencia que cimentaría el origen de Weiße Rose en el otoño de ese mismo año.
Pero volvamos a la foto y centrémonos en Sophie. Se encuentra vestida con un suéter abierto, el tipo de prenda que al parecer, y de acuerdo a lo recogido asimismo por la laureada película de 2005, Sophie Scholl - Die Letzten Tage, utilizaba de manera regular, casi a manera de sello distintivo (como lo será también el llevar un prendedor en el pelo). En su pecho lleva ceñida una flor recién cortada, acaso un obsequio de su hermano, o tal vez del otro chico que sale en el retrato, aunque puede ser también que ella misma la hubiese arrancado del césped minutos antes de que Wittenstein levantase su cámara. En todo caso, lo más llamativo del cuadro es la expresión de Sophie. Para empezar, y a diferencia de Hans y del otro joven, su cabeza no se halla inclinada ni su mirada, por tanto, clavada en el suelo, sino que observa hacia el frente con un gesto de absoluta concentración. Por un momento quien repasa la foto puede tener la impresión de que Sophie mantiene la vista fija en el hombre que no es su hermano, pero una segunda revisión de la imagen permite comprobar que en realidad no lo ve a él sino que observa más bien detrás de él o, si se prefiere, a través suyo. En resumen, se tiene la sensación de que, si bien es indiscutible su presencia física, hay cierta parte o elemento de Sophie (digamos: un recoveco de su mente, de su espíritu o como se prefiera llamar a ese intangible elemento humano) que parece no estar allí sino en otro sitio, en otro lugar.
Dicho ejercicio de análisis merece la pena porque evidencia algo que, a cien años de su nacimiento, sigue acompañando a la figura de Sophie Scholl: su enorme e innegable capacidad de introspección. Fue gracias a ese rasgo de personalidad que logró distinguir no sólo la posibilidad de un mundo distinto al suyo sino radicalmente mejor o, más bien, expresémoslo con todas sus letras: constató, de manera irreductible, que el delirante sueño de grandeza concebido por Adolf Hitler y que sería a la vez apoyado y alimentado por sus correligionarios y por la mayoría de la población alemana de aquel entonces, en realidad era una quimera moldeada la más terrible de las maldades, una pesadilla de la que no únicamente había que huir sino a la que había que evidenciar, primero y combatir, después. Para Sophie y para el resto de Weiße Rose no bastaba, pues, con exponer las mentiras de la dictadura nazi y las atrocidades cometidas en su nombre por los aparatos policíaco y militar: su verdadera responsabilidad consistía en contagiar a sus congéneres de ese despertar experimentado, de esa nueva realidad descubierta en carne propia. Con ello Alemania evitaría continuar no sólo con el injustificable daño infligido al otro (concebido, mediante engaños, como el enemigo) sino incluso el camino hacia la autodestrucción.
Los hechos
Lo más probable es que todos aquellos que sepan quién es Sophie Scholl reconozcan también aquello por lo que se la recuerda. En todo caso, no está de más pasar revista a lo acontecido en la vida de los Scholl entre finales de 1942 e inicios de 1943, periodo, tan breve como significativo, en el que el grupo Weiße Rose se mantuvo en activo. A la fecha no deja de provocar admiración la tenacidad con la que estos jóvenes, en su mayoría veinteañeros, intentaron influir en la opinión de los habitantes del Tercer Reich. A lo largo de esos pocos meses se las arreglarían para distribuir de manera secreta panfletos (en total serían seis) en más de una docena de ciudades, desde Hamburgo, al norte de Alemania, hasta Salzburgo, en Austria.
“Cualquier alemán honesto se avergüenza de su gobierno actual”, “todas las palabras que salen de la boca de Hitler son mentiras”, o “somos su conciencia. La Rosa Blanca no los dejará en paz”, fueron alguna de las frases incluidas en los cientos de hojas que se repartieron y que serían escritas e impresas en serie dentro de un cuarto clandestino de Múnich, ciudad en la que los hermanos Scholl cursaban la universidad. De hecho serían apresados precisamente allí el 18 de febrero de 1943, luego de que un conserje fiel al partido nazi descubriese a Sophie lanzando un manojo de copias (Hans y ella ya habían repartido varias en diferentes pasillos) desde el punto más alto de un edificio universitario. Apenas cuatro días después, el 22 de febrero, los hermanos Scholl y un estudiante de medicina llamado Christian Probst, a quien se le atribuyó la autoría de los escritos, serían enjuiciados por la mañana y posteriormente ejecutados en la guillotina. Para ser más exactos a las cinco de la tarde, mientras sus acusadores bebían algún té vespertino y en Múnich comenzaba a oscurecer. Dos meses más tarde Sophie habría cumplido los 22 años de edad.
Abundan, por supuesto, los libros y las películas dedicados a Weiße Rose. En ellos se expone a detalle las actividades de este movimiento de resistencia no-violenta, así como las razones por las que su lucha, efímera pero única, debe de prevalecer en la memoria de los alemanes y del resto del mundo. Cierto es que muchos de estos documentos se centran sólo en la figura Sophie Scholl, quizá porque, más allá de ser la víctima más joven de las acciones de la Gestapo contra Weiße Rose, es en ella donde se ubica más claramente la esencia espiritual e intelectual que dio cohesión al grupo. Y es que sería injusto ignorar el enorme papel que la devoción religiosa tuvo en lo que podría llamarse “la revelación de la verdad”. Tal elemento de hecho reforzaría, tanto en Hans como en Sophie, el hallazgo de un sentido de vida tan prístino como el agua, uno que desde su nacimiento no podía limitarse a desdeñar y combatir al nazismo en silencio y de manera individual, sino que necesitaba ser compartido, propagarse hasta alcanzar el entendimiento y el favor colectivos, cual si se tratara de un ejercicio de evangelización. Ambos, además, habían pertenecido a las juventudes hitlerianas en edades más tempranas, con lo que se habían dado cuenta, de primera mano, de que la única manera de revertir un dogma extremadamente dañino, como lo fue el nazismo, era mediante el uso de otro que pudiese considerarse su contrario. Dicho de otra manera, asumieron que el único antídoto que puede existir contra el odio es el amor.
¿No es cierto que Sophie habría estado feliz de que se la recordara sobre todo por un mensaje como ese?
Por: Carlos Jesús González
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