Al fin ve la luz la novela póstuma de Eduardo Rosenzvaig

 por Martín Aguiérrez 

 “Río de gelatina” nos lleva al Gran Chaco, en el siglo XIX. Depredación e impresiones en la selva.

La paradoja de toda novela póstuma es nacer después de la muerte. Hay algo inconcebible en esos dos términos juntos: nacer y morir. Se siente la fricción entre ellos, el rechinar de dos palabras imposibles habitando el mismo espacio. Como si el cuerpo muerto todavía conservara algo de potencia -sus últimos estertores- e hiciera emerger a partir de ellos una resonancia, una onda expansiva que gravita en el presente. Algo nace con la fuerza de la muerte y nos embiste con su impertinencia. “Río de gelatina”, de Eduardo Rosenzvaig, conserva en su interior ese impulso, la paradoja de dos términos en roce acoplándose para hacer germinar un hilo espeso cargado de vida. Escrita, sobrescrita, corregida durante 10 años, la muerte encontró a Eduardo puliendo una obsesión, lustrando las piedras preciosas de la página y alimentando las frases con la lengua de la selva.



El ovillo de esta novela vuelve al siglo XIX, al surgimiento del Estado-Nación y al proceso de aniquilamiento sistemático/progresivo del universo ecológico del Gran Chaco. Rosenzvaig recupera las voces muertas del archivo histórico y les pone el monte, los ríos, la humedad en el centro de los ojos.

El coronel Luis Jorge Fontana es el protagonista. Un personaje atravesado por la historia natural, el museo y la escritura. El puntapié de la ficción es el diario de un naturalista (Fontana) durante su expedición y entrada al río Pilcomayo desde la boca del Paraguay en 1875. Escribir un diario es registrar los detalles del mundo entretejiendo la imaginación de una época con la subjetividad del pulso personal. Rosenzvaig aprovecha ese registro y lo convierte en agua estancada, en un río que se empantana ya no en la vista (la niña mimada de la modernidad) sino en los oídos; el agua quieta deviene barro, tejido necrosado de la selva, “la piel de las orillas podridas por el calor”. Todo eso se acumula en el texto, sisea en la oreja del personaje y lo perturba en su trayecto profesional. El sonido de un llanto le toma el oído. No puede frenarlo más que internándose en la selva para descubrir de dónde proviene. Abrimos la novela y Fontana con su pequeño ejército avanzan tras el origen: buscan una música rota.

El resto de la trama es la lenta incursión del capitalismo extractivista decimonónico sobre el cuerpo vegetal de un territorio exuberante como el Gran Chaco. Es el sonido de la frontera civilizatoria avanzando sobre la naturaleza. Es también la maquinaria de la guerra puesta en funcionamiento para herir de muerte el tejido armónico que hilvanó durante décadas el ser humano con su entorno. Es la narrativa de una burocracia oxidada movilizando manos, ojos, piernas, entendimiento y todo tipo de papeles para justificar esa herida mortal. Es el relato incómodo que devela que todo documento de cultura es documento de barbarie y que el proyecto civilizatorio de una generación se concretó con la violencia de la piedra. Es la agonía convertida en eco.

Un poema del peruano José Watanabe reza: “Todavía sobrevive algo que se contrae / y se distiende debajo de algunas superficies / y fluye un cierto frescor de aguas remotas / y se escuchan tejidos agonizando / entre la yerba dura de las montañas”. Esa hilacha de sobrevida late en “Río de gelatina”. Su publicación es la apuesta por un tejido frágil a punto de extinguirse. Editorial La Papa lo ofrece al lector y lo aloja en su colección Ecos para que reverbere en nuevas superficies; para que se expanda en los círculos del presente y allí vuelva una y otra vez bajo la forma incesante de una pregunta.


fuente: https://www.lagaceta.com.ar/nota/916190/actualidad/al-fin-ve-luz-novela-postuma-eduardo-rosenzvaig.html


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