Leandro Alem, El Porvenir es Nuestro

 El fundador del radicalismo imprimió a la política un sello de honradez y altruismo que continúa iluminando la boca del pozo. “Hay que levantar el carácter nacional”, repetía antes del tiro del final.


De los políticos fundamentales de la Organización Nacional, pocos perduran en pensamiento y acción como Leandro N. Alem. Con el mérito de fundar la Unión Cívica Radical, matriz de los partidos políticos contemporáneos, en  su intensa actividad pública, matizada por retiros voluntarios, asqueado de la política criolla, como de las persecuciones sistemáticas del Régimen Conservador, Alem estampó varias líneas rebuznadas en boca de los futuros líderes, “tenemos que salvar de este incendio a los principios de la República”, “disentimiento perpetuo, es la ley de la democracia” o “el progreso atrae el progreso” La figura romántica de Leandro, sus ojos negros atormentados, el traje oscurísimo y la barba blanca, se recorta de un panorama que ya no necesitaba héroes sino administradores como Carlos Pellegrini, el adversario jurado. Y sin embargo el libertario Alem pergenio revoluciones que encaminaron la democracia popular y las luchas sociales que vendrían, “las elecciones son como tahonas de ideas y cuando llega hay siempre en el aire dos programas vivos, los dos programas perpetuos: el del poseedor y el del desposeído”. Alem se inmoló derrotado por la “montaña”, por la hegemonía que estableció aquella Organización Nacional y, finalmente, la distorsionó para propios bolsillos y manteca al techo. “Busco siempre la verdad, en cualquier parte, no importa de dónde venga”. Cerró los ojos Don Leandro, entrevió su Buenos Aires querido a paso de caballo, y disparó.  

 

Los biógrafos de tres siglos ponen una escena decisiva, primitiva dirían los freudianos, en la formación del dirigente, legislador y orador excepcional. 24 de diciembre de 1853. Plaza de la Independencia. Un niño Leandro asiste a cómo los vencedores de la batalla de Caseros fusilan al padre Leandro, culpándolo de casi todos los males del rosismo. Acusado de lo hizo y lo que no, como quedó demostrado por casi todas las biografías citadas. Aquel niño de Balvanera, en las cercanías de Plaza Miserere, nacido el 11 de marzo de 1842, quedaría marcado por siempre con los disparos, mientras retumbaba el “¡Viva Rosas!” de los reos. Jamás sería un defensor de Juan Manuel de Rosas, en cambio, Alem sería un declarado enemigo de quienes mataron injustamente a su padre pulpero, dejándolo en la pobreza a él y familia, y un demócrata liberal como pocos, “prefiero una vida modesta autónoma, a una vida esplendorosa, pero sometida al tutelaje” En los círculos oligárquicos y terratenientes le espetarían “mazorquero”, los mismos que el porteño Leandro combatiría, del lado de la Confederación Argentina, en Cepeda y Pavón. Y que los enjuiciaría por la asonada mitrista de 1874.

Por aquellos tiempos era Alem, con eme, aunque no con el agregado de la misteriosa ene de segundo nombre, ya que en la partida de nacimiento figuraba con un solo nombre, Leandro.  Era el abogado de los pobres que atendía en Balvanera, su patria chica, y compartía las tardes con los compadritos y malevos. De vez en cuando pulsa la guitarra, en versos propios que los diarios porteños publican bajo el seudónimo de Andorel, “Todo eres tú: flor delicada y pura,/fragante Rosa del edén caída/blanco lucero de mi noche oscura/consuelo y esperanza de mi vida”, dedicado a alguna enamorada, entonaba el romántico Leandro que permaneció soltero y arisco –tuvo un hijo con Juana de Iparraguirre, que participó con él en la Revolución del Parque, y un romance otoñal, Catalina Tomkinson, esposa de un amigo fallecido. A meses de concluir los estudios en abogacía, se alista de voluntario en la Guerra contra el Paraguay, disintiendo del conflicto entre hermanos, y es condecorado por heroísmo en el desastre de Curupaytí. La epidemia de Fiebre Amarilla en 1871 lo encuentra ayudando a los pobres de su Balvanera, tras su regreso de una exitosa misión diplomática en Brasil, remediando los entuertos que causaba el esclavismo imperial, y a poco estuvo Leandro de fallecer. Había ingresado a las filas del Partido Autonomista de Adolfo Alsina por su origen orillero, chupandino, y aprende del hijo de quien ordenó la muerte de su padre, varias de las artes de la seducción de masas. Ingresaría Alem a la legislatura porteña, luego el Congreso Nacional, pero se distanciaría del autonomismo disgustado por el acercamiento de Alsina con Sarmiento y Mitre. De esta experiencia frustrante de la Conciliación de 1877 emergen dos consecuencias, la fundación del efímero Partido Republicano con Aristóbulo del Valle, germen de la Unión Cívica, y la bandera de la intransigencia, que sería retomada por el radicalismo –maticemos, Alem no era necio en el objetivo de democratizar la sociedad con la herramienta del sufragio, cancelar los personalismos y transparentar la instituciones, y cuando necesitó acordar podía acompañar a una figura amigable al Régimen como Bernardo de Irigoyen, o consentir que el enemigo Mitre lidere la Unión Cívica en 1889. Hasta que Mitre transó con el omnívoro roquismo.

 

“Terminará por absorber toda la fuerza de los pueblos y de los ciudadanos de la República”

 

“Nunca he participado de esa idea de que en la política se hace lo que se puede y no lo que se quiere. Para mí, hay una tercera fórmula que es la verdadera. En política, como en todo, se hace lo que se debe, y cuando lo que se puede hacer es malo, ¡no se hace nada!” se lanza Alem a la arena política independiente en 1877, año que expande la voz a cada rincón porteño, y a las multitudes de la provincia de Buenos Aires. Las sucesivas derrotas a gobernador y diputado por una agrupación opositora, imposible doblegar el fraude del Partido Autonomista Nacional, colocan a Alem en una posición marginal cuando finalmente acceda a la legislatura provincial en 1879. Carlos Tejedor promete un “abismo” el 1 de mayo y la carrera al conflicto armado por la federalización de Buenos Aires es inevitable.  Una vez resuelto por las armas, la cuestión pasaría a memorables sesiones en noviembre de 1880. Memorables porque se enfrentaron Alem y José Hernández. Y memorable porque fue de los últimos intentos de un federalismo anticentralista, inspirado Alem en Manuel Dorrego y Mariano Moreno, enfrentado al unitarismo capitalista, que sostendría Hernández con la banca de los terratenientes y financistas extranjeros. El autor del “Martín Fierro” defendía la postura de la capitalización de Buenos Aires asentado en las tradiciones y que en “Buenos Aires se quiebran todas las dictaduras” El orador de las multitudes retruca, “Una vez constituída Buenos Aires en capital de la República, no podrá nunca detenerse una dictadura que se quisiera ejercer” La historia demostraría sobradamente cómo la ciudad más poderosa conculcó –y conculca- a los trece ranchos y que el federalismo argentino existe en el papel de la Constitución. Y añade Alem, también profético, que esta voluntad impuesta por la burguesía progresista porteña abriría el desbalanceo de un Poder Ejecutivo dominante, “que al fin terminará por absorber toda la fuerza de los pueblos y de los ciudadanos de la República”, cerraba el –verdadero- libertario Alem. Derrotado una vez más por la “montaña”, pasaría Leandro cinco años alejado de la política, atendiendo a los pobres con el infaltable guardapolvo blanco en la calle Cuyo 1752 –hoy Sarmiento-, aljibe y mate por medio.

 

“¡No más cuñados, concuñados, sobrinos y primos hasta la cuarta generación!” se pelea Alem en la prensa, recibiendo del otro lado, “loco” –como su maestro Sarmiento-, “viejo agresivo” –parecía más pero no llegaba a los 50- o “clown anquilosado”. La Paz y Administración de Roca, que sabía que el radical era su principal peligro aunque gritara en la soledad, heredada por el cuñado Juárez Celman en 1886, se desmoronaba rumbo a la crisis terminal de 1890. Y los muchachos rebeldes que organizan el mitín del Frontón en abril de 1889 van a buscar a un padre, una inspiración, un hombre que no había transado, un santo. Los revolucionarios de 1890 van a buscar a Alem.  Y Leandro responde con un enérgico discurso que promueve la “buena política”, que derroque el despilfarro y la corrupción, “Hoy, ya todo cambia; este es el augurio de que vamos a reconquistar nuestras libertades, y vamos a ser dignos hijos de los que fundaron las Provincias Unidas del Río de la Plata”, concluye el político que tenía a San Martín en las espaldas, literalmente en el despacho.  Fracasaría la revolución de julio de 1890, traicionada por dentro y por fuera, una zorrería más del tándem Pellegrini-Roca que se congratulaban en privado de “renunciar” a Juárez Celman y evitar que ascienda Alem, el real enemigo de los conservadores. Alem sería el último cívico que abandona el Parque de Artillería –actual Plaza Lavalle-, y camina sin custodia a la casa, salvándose milagrosamente de los últimos disparos.  “Bienvenidos seais a tomar parte de esta verdadera revolución política y social…dejad esa tendencia de esperarlo todo de los gobernantes y grabad en vuestra conciencia la convicción de que este proceder rebaja el nivel moral de los pueblos”, sentenciaba en Rosario derrotado, otra vez, en diciembre de 1890, “El triunfo es del porvenir, y el porvenir es nuestro” Ese mes se le ofrece integrar una fórmula presidencial y decide, nuevamente, el exilio interior, y trabajar para los desposeídos.  Y más se aparta de la política cuando Mitre pacta con Roca en 1891, fundando Alem la Unión Cívica Radical.

“¡Adelante los que quedan!”

En el último lustro Alem fue senador y revolucionario de tiempo completo. Junto con él crece la influencia del sobrino en el radicalismo, Hipólito Yrigoyen. Silenciosamente Yrigoyen construye en la provincia de Buenos Aires un poder concreto que desplaza a un romántico Alem, “¡desgraciados los pueblos que no tienen ideales!” o “¡No hay que matar ese espíritu que se llama radical!”. Perseguido por el gobierno en 1892, que violenta el comité radical a los tiros, es detenido en su propia casa, sin respeto de los fueros parlamentarios. Se lo acusa de conspirar contra el gobierno y de proponer Alem “pasar a degüello” al presidente y ministros. La sombra de la Mazorca. Se lo destierra del país, vive en Montevideo, pero volvería al año siguiente para denunciar al presidente Luis Sáenz Peña, “que viola todas las leyes de la República en medio de la inmoralidad política y la corrupción impositiva” Tal impacto causa en el Ejecutivo su presencia que incorpora al radical Del Valle, prácticamente un súper ministro, y desde allí, organiza la revolución radical de 1893, extraña ya que parte en el mismo Estado. Estalla en Buenos Aires, Tucumán y Santa Fe y sería sofocada duramente por el ejército nacional. Alem cae preso en Rosario. “No descansar en la lucha” escribe a sus partidarios el dirigente, finalmente liberado en marzo por la presión en las calles, “Vivo para el pueblo. Seguiré trabajando por su causa. Es mi destino” Elegido por apabulladora mayoría para el Senado, se rechaza el pliego, y recién en 1895 entraría, pero como diputado por la Capital, que lo convierte en su caudillo definitivamente. Pero Alem vive angustiado y jaqueado por falsas acusaciones de Pellegrini, que lo denuncia por “cuentas turbias” en el Banco Provincia. Alem, pobre abogado, que tenía a la honradez visible como capital último, sufre el ataque de los diarios oficiales. En un arranque de compadrito, Alem desafía a duelo a Pellegrini, que es evitado por Del Valle. Pesan y pesan en el avejentado Leandro las burlas por lo bajo, “vive en una casa de cristal hecha de botellas de ginebra” o, peor, las manos manchadas de sangre, en revoluciones fallidas –aclarando que Alem intervino siempre para evitar el enfrentamiento, aún sabiendo que arriaba los propósitos democráticos, y priorizando la vida de sus muchachos de boina blanca.

De acuerdo a Álvaro Yunque, las cartas suicidas las tenía escritas con fecha 1 de junio de 1896. Por alguna razón desconocida elige cumplir el deseo fatal un mes después, corrigiendo las ya escritas. Cita a las 17.30 a sus mejores amigos a la casa, varios del café o del comité, y los escucha despotricar contra Roca, Pellegrini y las “cosas” de Hipólito. Luego recordarían un raro silencio de Leandro, un orador inagotable, brillante y lúcido. Pasan los horas y Alem entra y sale ordenando papeles, cartas luego se supo a los familiares y conocidos más cercanos. A eso de las diez de la noche pide un coche para el distinguido “Club El Progreso” El hombre prefiere morir entre amigos. Arranca el cochero, escucha un estruendo, y recién se detendría en la puerta del club, en la esquina de Victoria. Caen gotas de sangre en los adoquines. Abren la puerta. Alem se ha suicidado. “Que se rompa pero que no se doble…¡Adelante los que quedan!”, en la célebre misiva de despedida, un documento de la tragedia criolla. Luchando desde abajo, Leandro Alem. La montaña lo aplastó.   

    

Fuentes: Yunque, A. Leandro N. Alem. El hombre de la multitud. Buenos Aires: Editorial Americana. 1953; Scenna, M. A. Leandro N. Alem en revista Todo es Historia Nro. 101 Octubre 1975. Buenos Aires; Unión Cívica Radical 1891- 2011. 120 años de historia en sus documentos y aportes  doctrinarios al pensamiento argentino. Buenos Aires: Instituto Nacional Yrigoyeneano. 2011

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